Lo natural después de tanto meses esperando a tener gobierno y a que la cosa cogiera su ritmo, ha sido tomar decisiones de urgencia

El primer pleno del Congreso de los Diputados les ha servido a nuestros diputados, aparte de para hacer amigos y conocer a los nuevos/viejos compañeros de bancada, para tomar las primeras decisiones. Estas sesiones iniciáticas tienen mucho de primer día de colegio después del verano –un largo verano en este caso-, de momento en el que los mandamases se miden con la mirada, se acomodan en el sillón de los próximos años y van tomando posiciones frente a los contrincantes y, especialmente, frente a los compañeros de viaje que suelen resultar mucho más peligrosos y tener peores intenciones.

Por eso, lo natural después de tanto meses esperando a tener gobierno y a que la cosa cogiera su ritmo, ha sido tomar decisiones de urgencia: revalorizar las pensiones un 0,9 conforme al IPC y subir el sueldo a los funcionarios un 2%. Como España es un país de jubilados y funcionarios mayormente, la medida tiene calado, suma apoyos y crea la sensación de que funciona eso que se vino a llamar en su momento el estado del bienestar, si no fuera porque un 0,9 supone una media de seis euros para que los abuelos llenen algo más la nevera.

La cuestión entraría dentro de la normalidad inverosímil que vivimos en este tiempo si, en esa misma sesión, no se hubiera acordado la principal medida de la legislatura, la clave esencial que retrata el modelo de clase política que es hoy mayoritaria; esto es: que nuestros diputados se suban el sueldo lo mismo que los funcionarios; es decir, un dos por ciento. Lo cual que la pensión media de un jubilado es de 993 euros, pero el suelo medio de un diputado (hay algunos que llevan en el Congreso desde los tiempos de la tele en blanco y negro) supera en cuatro veces esa cantidad, prebendas aparte. Y, aun así, hay que decir que los parlamentarios españoles están entre los peor pagados de Europa. Será por eso que hay algunos –y algunas- que aprovechan las sesiones para echarse una siesta, ponerse al día de cómo va ‘La isla de las tentaciones’ en la tablet que le financiamos entre todos o jugar una partida de candy-crush para relajarse en tanto les toca apretar el botón de sí o no, según les marque la disciplina del partido. Todo sea por matar el aburrimiento, este tedio existencial que les entra en cuanto les damos la poltrona y se habitúan a ver pasar los años cotizando desde la Carrera de San Jerónimo. Luego están también, claro, los diputados vocacionales, esas personas eficaces que han ido a servir a sus respectivas circunscripciones, a mejorar la vida a sus paisanos, pero que cada vez resultan una minoría más patente que debiera hacernos pensar si este proceso de funcionarización resulta útil al ciudadano; si estamos propiciando el gobierno de los mejores o es, al final, una oligarquía cuasi aristocrática en términos aristotélicos la que se ha hecho con el poder y lo transmite a sus palmeros ideológicos. Es decir burócratas funcionarios apalancados que han ido llegando para quedarse por valía (algunos) o mediante la estrategia del arribismo (los más). Pero todavía no debe entenderse como un fracaso total del sistema: dicen que Calígula nombró cónsul a Incitatus, su caballo. Nosotros por ahora estamos a otro nivel porque parece que sus señorías tienen, casi todos, el graduado escolar.

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