La poesía de Ernesto Cárdenas, parece evidente a estas alturas, o es revolucionaria o sencillamente no es. Y la suya rompe las cadenas y camina sin miedo entre las gentes, siega la mala yerba y espera la lluvia, siempre la lluvia, que es fresca, que es paz y alimento para el pueblo.

Maestro de barba blanca, mano tendida y esa boina calada donde cabía Nicaragua toda enredada en su pelo. Irascible y sencillo, genial e inabarcable, se nos ha ido también Ernesto Cardenal y nos hemos quedamos más solos, más abandonados ante la perversidad y la barbarie. Cuando muere un escritor de esta trascendencia una luz se apaga, pero la muerte de Cardenal es mucho más que eso: es el final de una era de poetas que han sido voz del mundo y ejemplo vivo. “Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido/ ni asiste a sus mítines/ ni se sienta en la mesa con los gángsters/ ni con los Generales en el Consejo de Guerra”, escribía Cardenal en sus ‘Salmos’ y así fue. Hace décadas que se levantó asqueado de la mesa de Daniel Ortega, en cuanto notó los primeros atisbos de corrupción de lo que los intelectuales quisieron que representara el sandinismo: educación, libertad y cultura para todos. Su inmensidad no comulgaba con miserias, ni con ruedas de molino de iglesia ortodoxa y la teoría de la Liberación fue el espacio que le dejaron habitar cuando Juan Pablo II lo suspendió a divinis. Ése y Solentiname, el paraíso perdido del que me habló Daniel Rodríguez Moya, que ha sido su amigo y su discípulo, sus ojos en España como hilo invisible uniendo dos Granadas: la suya y ésta nuestra.

Cuando estuvo en el Festival de Poesía yo lo veía con Daniel, escuchaba de lejos la voz recia y la hondura de un Amazonas de versos al pie del balcón de Federico, lo observaba moverse entre la muchedumbre, mirar al público de la última fila allá en la Huerta, y así supe lo que era un poeta: una persona que ve más lejos que los demás, que llama por su nombre a la injusticia construyendo un universo con palabras sencillas para los que siempre ocupan la última fila. Con eso está dicho casi todo de quien podía ser a la vez místico y marxista, revolucionario y prudente, serenidad de tierra y espesura en esos ojos profundamente humanos, indomablemente humanos, eco de un país con cerros color de carbón y viento caliente que huele a quemado hasta que llegan las lluvias y renace la hierba, como él escribió. La poesía, parece evidente a estas alturas, o es revolucionaria o sencillamente no es. Y la suya rompe las cadenas y camina sin miedo entre las gentes, siega la mala yerba y espera la lluvia, siempre la lluvia, que es fresca, que es paz y alimento para el pueblo. Él lo sabía bien porque así lo dijo:Pero el héroe nace cuando muere/y la hierba verde renace de los carbones”. Esto sucederá en Nicaragua, lentamente, pero sucederá, porque los dictadores siempre caen. Y recobrarán la esperanza para reconstruir sus ruinas, y volverán a ser hermanos. Paz, basta eso, paz. Mientras, Cardenal ya descansa en Solentiname. Ahora, maestro, por fin serás un árbol plantado junto a una fuente.

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