A Federico, Alberto, Esther, Carmen, Eva, Lola… todos ellos sanitarios en activo, que se están comiendo el marrón del coronavirus.

NOTA PREVIA: Suelo ser muy exigente cuando decido incluir un relato en este blog y no lo hago hasta haberle dedicado muchas horas a retocar el borrador y pulirlo. Sin embargo, el desarrollo atropellado de los hechos me obliga a colgar esta fábula casi futurista porque muchos de los argumentos del protagonista están siendo desmontados por la realidad, así que mi cínico borrador de hace tres días sale hoy sin la calidad y el refinado que yo hubiese querido. Por eso lo pongo en la categoría “Complicidades”, y no en la de “Relatos”, como era mi intención. Os pido benevolencia.

 

 

        A estas alturas ya ni los gobiernos nos mienten. ¿Para qué? Muchos de los encargados de la sanidad pública, muchos expertos, mucha gente han ido muriendo en sus países, en ocasiones sólo unas horas después de haber aparecido en los medios lanzando campanudos mensajes destinados a tranquilizar a la población, a lo que va quedando de población. Los poderosos han echado mano a sus aviones o yates privados y han huido adonde han podido. A su isla, a su refugio, a una finca tan apartada como inexpugnable. Deberán volver cuando la soledad los destroce, cuando se les acaben las reservas de productos que seguramente habrán atesorado con gula, cuando sus criados y auxiliares vayan desertando del aislamiento y el miedo. Tal vez se salven de la pandemia, pero cuando regresen serán extranjeros del mundo que dejaron atrás, extraños de sí mismos, alucinados ante este apocalipsis, ante el panorama de ciudades fantasmales en un mundo irreal, como de película apocalíptica.

        Toda la tecnología de nuestra civilización no ha previsto estas contingencias y el caos se enseñorea sobre el triste planeta que hemos destrozado. Nadie se fía de nadie y desde que se supo que los alimentos convencionales también eran portadores del virus, nadie sabe qué debe hacer, cómo protegerse del contagio, del hambre, del miedo a morir. Las raras veces que me echo a la calle me cruzo con muy poca gente, huidiza, temerosa y desconfiada, que se aparta de mí como si yo fuera un apestado (tal vez lo sea, aunque no puedo saberlo todavía). Normal, si se considera que hasta hace unos meses un encuentro de dos personas siempre contenía un doble 50% de posibilidad de contagio: cada uno corría el riesgo de infectar al otro o de ser infectado por él. Ahora, las calles están desiertas. Ya no se ven familias que desayunan en alguna cafetería, ni tráfico ocupando la ciudad, ni viejos en los parques jugando a la petanca o contándose historias añejas. En las proximidades de los hospitales hay miles de coches estacionados donde buenamente pudo hacerlo algún conductor que, de buen seguro, no salió vivo de las consultas de urgencias, desde hace semanas definitivamente cerradas, abandonadas por el personal sanitario cuando conocieron la dimensión real de la pandemia.

        Los centros educativos se cerraron hace tres meses, al igual que las bibliotecas, las salas de exposiciones, los cines y teatros, los estadios y gimnasios. Finalmente, fueron los supermercados, las tiendas, las farmacias, los bares… los que echaron el cierre, especialmente porque las empresas de transporte no les suministraban género desde semanas antes y también porque habían sufrido tal cantidad de saqueos que prácticamente eran locales desmantelados, sucumbidos a la barbarie del “sálvese quien pueda”.

        Los periódicos hace tiempo que no se publican en papel ni se reparten por los kioscos. Afortunadamente aquí aún funciona internet y puedo recibir alguna información, no muy actualizada, eso es verdad, pero algo es algo, pues en otros países los gobiernos cerraron el acceso a la red cuando las cifras de muertos proporcionadas suponían una acusación global a sus negligencias, a su ineficacia y falta de previsión.

        Me consuela que esta vez, cuando esta peste insospechable en el s. XXI nos ha diezmado la población mundial, la iglesia católica no pueda hacer una lectura revanchista, como la que hizo cuando la aparición del SIDA: en el pecado lleváis la penitencia por conductas depravadas, promiscuidad y pecados nefandos. Esta vez no sirven ni las rogativas de entonces, ni las admoniciones sulfurosas de un infierno para toda la eternidad. Esta vez, el alto clero ha caído, incluido el Papa, y las iglesias están cerradas y solo sirven para que duerman temerariamente juntos los okupas.

 

JOSÉ GUTIÉRREZ SOLANA, El fin del mundo

 

       

        Yo me he quedado definitivamente solo. Todos los míos han muerto y han sido incinerados. Espero, con paciencia y sin prisa, que me llegue la hora. No creo haberle hecho daño a nadie y estoy en paz conmigo mismo. Recibo mi pensión cada final de mes, aunque no haya nada en qué poder gastar ese dinero, que pasará no sé a quién, tal vez a eso que llamamos Estado, en ausencia de sucesores sobrevivientes. El colmo. Todo lo mío para una organización que ha permitido eventos multitudinarios (partidos deportivos, misas, procesiones y rogativas, conciertos, cines y teatros) con una irresponsabilidad notable hasta el último momento, pero que no ha sido capaz de primar la industria de las mascarillas que tantas vidas hubieran podido salvar. ¡Pandilla de ineptos, con sus mensajes de tranquilidad, tan falsos como sus caras de normalidad!

        Pensé llamar a amigos para despedirme, pero al final he desistido porque no deseo comprobar nuevas bajas, como los generales de las grandes batallas. Además, contactar con algún amigo puede suponer la propuesta de asociarnos para darnos consuelo, algo que detesto profundamente, acostumbrado a mi hermetismo de siempre. Solamente me apetecería compartir esta agonía con una de mis amigas de muchos años. Ya ni merece la pena ocultar su nombre: Emilia, la esposa, o tal vez viuda, si es que sigue viva, de mi compañero Javier. Siempre me apeteció un escarceo con ella, tan rotunda, tan bella y tan bien arreglada y a la vez tan en su sitio. Hace dos noches llamé a su casa y nadie me cogió el teléfono. Hoy acabo de localizar en el móvil de mi difunta su número. Voy a llamarla, por si quiere que compartamos los últimos momentos de esta vida que pende de un hilo. Sería un dulce refugio para tan trascendental episodio. Morir saciado de música, de delicias, de besos, de un bonito cuerpo femenino que siempre deseé en secreto… Dadas las circunstancias, y en el caso de que accediera a meterse entre mis brazos, se lo dejaría claro desde el primer momento: «Sin compromiso, ¿eh? Nada de comprometernos, Emilia. Ya no estamos en edad de esas veleidades adolescentes ni podemos pensar en un plazo largo». Reviviríamos la situación de Bocaccio, contándonos historias picantes, haciéndolas realidad, viviéndolas como si fuera nuestra última noche. Y después ya se verá… Morir así no debe de ser tan malo, ¿no?

        Tras varios tonos:

       —Emilia, ¿eres tú? ¿Cómo estás, bonita? ¡Qué alegría oírte¡… Te llamaba para…

Alberto Granados

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