En mi casa de pueblo y flores de almendro, cuando la Semana Santa inauguraba una temporada de roscos fritos y buñuelos hechos por las manos amorosas de una madre, cada año la televisión reponía ‘Rey de Reyes’. Yo era entonces una niña tratando de comprender un mundo de adultos y, desde la libertad que siempre reinó en aquel hogar, nunca era problema ver estas películas. Mis padres, con buen criterio, no andaban jugado a pensar que los niños éramos de porcelana y que nuestro mundo tenía que ser el de Bob Esponja o Peppa Pig. No, mis padres, con la sabiduría que da la vida sacrificada, estaban a otra cosa. Lo cual que yo, a ratos, miraba aquella película eterna, tratando de asimilar en mi mente de diez o doce años los comportamientos humanos. No sé si era capaz de entender lo que suponía la inmensidad de un Jesucristo cargando aquella enorme cruz camino del Gólgota. Seguramente, no. Lo que sí recuerdo era el hondo respeto que me producía cada palabra, cada gesto del actor que representaba su figura.

Pero había un personaje cuyo comportamiento no pude entender entonces. Se llamaba Poncio Pilatos, y era el Prefecto, el mandamás que, pudiendo salvar la vida de un inocente, se inhibió lavándose las manos en un ejercicio de perversión política que hoy ya sí comprendo perfectamente. Esgrimía que los asuntos de fe no eran cosa del representante de Roma en Judea sino del gobierno local, de los guías religiosos liderados por Caifás en aquel Sanedrín de hipócritas. Por eso, si el pueblo exaltado prefería que se liberara a un preso ladrón como Barrabás frente a un hombre que se decía Hijo de Dios y recorría Judea haciendo milagros y dando testimonio de misericordia, la culpa era del populacho. Siempre de otros. Desde entonces, ese gesto de lavarse las manos frente a la iniquidad me viene pareciendo obsceno.

Sucede eso precisamente ahora. Estos días escuchamos a demasiados dirigentes ejerciendo de Pilatos y me ha dado mucho asco su falta de dignidad, de humanidad y de empatía frente al sufrimiento insoportable de miles de familias o la angustia de 160.000 contagiados, seguramente muchísimos más. El Congreso de los Diputados y esa votación para mantener el Estado de alarma resultó el colmo; la constatación de que, algunos (Vox o la CUP, demostrando que los radicalismos acaban confluyendo), han perdido la decencia y la sensatez. Reitero: estamos ante una pandemia que hay que atajar con medios sanitarios que no acaban de llegar y con la verdad; y segundo, no es el momento de exigir dimisiones gubernamentales, sino de unirse negociando responsablemente, con altura de miras, para defender a la ciudadanía. Resulta de una profunda esquizofrenia moral no apoyar la ampliación del confinamiento y, a la vez, maquinar un fotomontaje de féretros en la Gran Vía. ¿Es ésa la propuesta de Vox para España?¿Fotomontajes para añadir sufrimiento y lavarse las manos cual Pilatos mientras la gente se muere, mientras se nos ha muerto ya? Hay límites, señores. Hasta para el nauseabundo arribismo, hay límites.

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