Hubo un tiempo en que abril era luz, risa y templanza en los atardeceres lentos, justo cuando los gorrioncillos buscaban cobijo en la enramada. La gente de paz transitaba las aceras despaciosamente, esperando que llegara la noche mientras los escaparates se llenaban de luces y los bares de conversaciones compartidas.

Nada era fácil, claro, pero estábamos todos, y suponía esa unión una fuerza sideral capaz de cambiar el curso de los ríos, de construir sueños fértiles en los huecos donde antes habitaron fracasos y decepciones. Fueron lustros felices, aunque la lucha cotidiana supusiera un bastón ineludible, aunque siempre anduviéramos con preocupaciones en la cabeza: este niño, que no descansa; el trabajo inabarcable que hay que terminar para empezar otro; una madre y sus desvelos, siempre atenta a las llamadas; la edad del padre, que no perdona y es un reloj de arena; la justicia, siquiera eso, que no acababa de llegar para una poeta inmensa, cargada de sabiduría y amor, que se estaba yendo… Pero ya lo he dicho, aún estábamos todos, y, no sé por qué, teníamos la sensación de que éramos invencibles, de que nada podía fracturar aquella rutina pacífica y armoniosa en su conjunto, donde todo se lograba finalmente, aunque fuéramos poco ágiles para apreciarlo. Sucedía, y listo. Estúpidos mortales, siempre buscando más, incapaces de saber que la felicidad es agua en cestillo de mimbre, rosa que palpita en su belleza perecedera, silencio habitable con la mirada cómplice de unos ojos que encerraban toda la honesta dignidad del universo. Éramos afortunados, sí, y no lo comprendíamos del todo.

Y hoy, un año después, abril lo componen fragmentos de un espejo roto que habrá que ir reconstruyendo como un puzzle, pero que se nos resiste al recoger los añicos, y corta los dedos para que sangren al compás del corazón; mientras, la lluvia, con Borges, sucede en el pasado porque la de ahora no cala, sólo se observa desde el balcón cuando salimos a aplaudir el sacrificio de los sanitarios que salvan vidas en los hospitales, de los trabajadores de los supermercados, de las fuerzas de seguridad que nos protegen de nuestra estulticia, de todos los que se afanan para que nuestra existencia, la de los que aún estamos aquí, sea llevadera.

Luego están los fariseos que tratan de echar de sus casas a los quijotes que se juegan su salud para proteger la nuestra; me refiero a esos vecinos deshumanizados por la cobardía, los que dejan carteles sin nombre en el ascensor. Da miedo una parte de la sociedad que estamos construyendo desde el dolor, con el dolor y en el dolor. Porque hay individuos que siguen sin empatizar con el infierno que padecen las familias de los muertos, de los que siguen hospitalizados. Si no se conmueven ante tanta desolación, tampoco serán solidarios con quienes ejercen de héroes cotidianos, arriesgándose para que algunos puedan seguir pensando -ilusoriamente- que son invencibles. Es la podredumbre moral, que aparece cuando acecha la desgracia. Y para eso, lamentablemente, no habrá nunca medicación que valga.

FOTO: La ginecóloga Silvana Bonino y su coche con la pintada que dice «rata contagiosa». DEL PERIÓDICO EL ESPAÑOL

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