O sea, que unos cuantos privilegiados del barrio de Salamanca en Madrid se nos rebelan contra el estado de alarma, la fase cero de Madrid y el gobierno de Pedro Sánchez que les impide ser libres, como al protagonista de la canción de Nino Bravo; pero en versión de gente bien, que el personaje de Nino era un triste disidente del comunismo de Berlín oriental intentando saltar la valla. Todo muy vulgar, con tiros, sangre y esas cosas. Ellos, los superguays de la calle Núñez de Balboa y aledaños, están a otro nivel y reivindican cosas trascendentales como que la doméstica les llegue puntual a limpiar cada mañana; más autonomía de movimientos para poder ir a jugar al pádel en condiciones, a cenar luego en Éccola o pegarse más tarde una fiesta mega-fashion en ‘Gabana 1800’, con David Delfín, que mola mazo, en la cabina de DJ (lo que viene a ser un pinchadiscos de siempre, para entendernos); o en ‘Kapital’, donde empezaba a ir ya demasiada chusma televisiva sin pedigrí, que este país está últimamente de un cutre que te pasas y esto es ya algo totalmente “crazy” donde quedan pocos sitios “cool”. Y por eso, hartos de vivir confinados en apartamentos de doscientos metros donde se asfixian, después de no haber disfrutado la nieve en Baqueira este invierno, se han visto obligados a salir a su calle para dar una cacerolada al Gobierno y exigir su dimisión inmediata, banderas de España sobre sus hombros (son españoles y mucho españoles, of course, como Dios manda) y palos de golf Callaway para golpear los semáforos. Porque hasta para practicar el vandalismo hay que tener clase e ir divinos de la muerte. Empezando por el polo Ralph Lauren, siguiendo por las gafas de sol Gucci alzadas y terminando por los náuticos Martinelli. El pijo nace, pero también se hace un poco cada día.

Y hay que comprender, si somos empáticos, que lo suyo es mucho más duro que lo que sufre el populacho vulgar que se está quedando sin trabajo, que tienen a familiares enfermos o enterrados en esta pandemia angustiosa que ya se ha cobrado 27.700 muertos. Unas víctimas que parecen traerles al pairo. Por lo tanto, ellos, que acaban de descubrir la utilidad real de la cacerola y el cucharón de plata de mamá con el que sirve la sopa la mucama, salen de manifa vespertina sin mascarillas y bien juntitos, aguantando las lágrimas por lo cutre que quedará el selfie en su súper-Instagram; todo sea para que el rojerío valore cómo arriesgan la vida para librarnos de nuestras cadenas. Y lo más grave es que se lo creen. Podrían jurarnoslo por lo más sagrado que tienen: la cobertura del iphone. No sé ustedes, pero yo, es verlos en ese plan, y acordarme de Einstein. No por la teoría de la relatividad, sino por su afirmación de que existen solamente dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y con esta evidencia incontestable ya solamente puede cabernos la duda sobre el universo.

 

PUBLICADO EN IDEAL EL 18/5/2020

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