Comentaba en mi anterior artículo que mi infancia acabó cuando aprobé el examen de Ingreso con 11 años.

El inicio del Bachillerato coincidió con mi entrada en el mundo efervescente de la adolescencia. Qué puedo contar sobre esa etapa del descubrimiento de sensaciones y emociones que no se haya contado de mil maneras. Una noche, te acuestas siendo niño y a la mañana siguiente te despiertas en un escenario totalmente distinto y por descubrir. También comenté que la vida del pueblo en aquellos años, estaba totalmente influenciada por el ambiente político y religioso. Digo esto porque entras en una etapa de tu vida y vas descubriendo cosas a ciegas y a solas. No cuentas con la más mínima información. Si preguntas a tus padres, la respuesta es clara y contundente, el tiempo te irá dando las respuestas. Fueron tiempos de muchos silencios y preguntas sin respuestas. Y eso, imprime carácter. Esos años de adolescencia y Bachillerato, de los doce a los dieciocho años, se me pasaron muy rápidos.

El estudio me ocupaba bastante tiempo. Y el tiempo libre quedaba para sábados y domingos. Las alternativas de ocio eran bastante exiguas. Se limitaban a jugar a fútbol o en las eras o en la calle, el futbolín, las partidas en las máquinas recreativas, los paseos arriba y abajo, desde la plaza del Ayuntamiento hasta el paseo Santa Ana y viceversa, que incluían las miradas furtivas a las muchachas. Si alguna te gustaba, te acercabas, pero te rechazaban de plano. Aquello se limitaba a un simple tonteo. Pienso ahora, mientras redacto este artículo, lo que han cambiado las relaciones de los chicos y chicas adolescentes de ayer a hoy. Cierto es que han transcurrido muchos años, pero ha sido un cambio tan radical que es como pasar del día a la noche, olvidándote de que en medio hay un tiempo por vivir. Sonrío ahora al recordar cuando iniciamos el Bachiller Superior. Tendríamos 16 años, el instituto de Atarfe se inició con el curso mixto, chicas y chicas. Hasta ese momento, la enseñanza estaba diferenciada por sexos, escuela de niñas y colegio de niños. El primer día que entramos en el aula, nos sentamos las chicas en un extremo y los chicos en otro. Se cortaba la perplejidad y la incomodidad con una hoja de afeitar. Cuando entró el profesor, miró a un lado y a otro y no se echó a reír por educación. Aquel momento fue patético y absurdo. A continuación, nos colocó por orden de apellidos y desde entonces, paulatinamente todo se hizo normal. Como también lo era, que cada vez que el profesor entraba en clase, nos pusiéramos en pie en señal de respeto y cuando nos dirigíamos a él, siempre con el usted por delante. Otro aspecto que destacar era el orden disciplinario. Existía un código de faltas y sanciones baremado por puntos, cuando llegabas a un número concreto de puntos, automáticamente eras expulsado. Que cada uno saque sus propias conclusiones. Mi generación vivió una época que no fue fácil, pero aprendimos a regirnos en nuestras vidas por unos códigos internos basados en el método, el orden y la disciplina. A ver, que no todos actuamos con esos patrones generales, también hubo sus excepciones. Otra característica esencial de aquella época era la austeridad con que vivíamos, económicamente estábamos muy limitados y ese aspecto te condicionaba la forma de vivir. Por una parte, tus padres hacían un esfuerzo económico por costearte unos estudios, y en justa correspondencia, tu venías obligado a esforzarte y no decepcionarlos. De otra parte, y era de justicia, no podías pedirle más dinero para caprichos o diversiones. Lo que te daban, bien recibido y aceptado era, lo que no, bien aceptado también y sin ningún trauma. A veces algún domingo podías ir al cine, otras, muy de tarde en tarde, ibas con el grupo de amigos a Granada a ver una película, otras veces ibas a la Alhambra que por aquel entonces se podía acceder de forma gratuita. Antes de regresar al pueblo, solíamos pararnos en los Manueles o en cualquier otro bar de moda de Granada, nos comíamos un bocadillo y nos tomábamos unas cervezas. Y en aquellos años de amores platónicos y no correspondidos, era la tela que se cortaba. Pese a lo comentado anteriormente, tanto mi infancia como mi adolescencia, transcurrieron de una forma muy tranquilas, vividas de una forma muy intensa y siendo justo razonablemente felices.

Paso ahora a relatar las épocas que encabezan este artículo de Semana Santa y Navidad. Para nada tenían que ver con el sentido laico, vacacional y turístico que tienen hoy día. Entonces se vivían con un sentido marcadamente religioso. Eran la seña de identidad de aquellos años.

Recuerdo aquellas Semanas Santas donde imperaban el silencio y la música sacra. Cada año en la Iglesia, se leía la pasión y muerte de Jesucristo. De tanto escucharlo, un año tras otro, llegas a interiorizarlo y memorizarlo. Cierras los ojos y la imaginación hace que lo recrees en tu mente como si lo vieses en una película. Pero si te faltaba imaginación, esos días de Jueves, Viernes y Sábado Santos, ya se encargaba la televisión de exhibir las películas relacionadas con el tema. Cada año solían ser las mismas películas. El Jueves por la tarde en la Iglesia se celebraban los Oficios. Otra ceremonia litúrgica era la Adoración nocturna que, como su nombre indica, era una hermandad que hacía por turnos vigilia de noche. Simbólicamente era como velar el cadáver de un difunto. En resumen, era una semana de absoluto fervor religioso y nada que ver con el sentido y las celebraciones de la Semana Santa de hoy día.

En cuanto a la celebración de la Navidad, aún con su carácter religioso, eran días de alegría y reuniones familiares. Recuerdo como mi madre, junto a otras vecinas, preparaban la masa de los mantecados y polvorones y los horneaban en el horno de Bienvenido. La costumbre del aguinaldo y lo entrañable que era la Nochebuena cenando en familia. Al día siguiente, Navidad se mataba un gallo que habías criado y con las sopas y la carne que obtenías, aquello era un auténtico manjar de dioses. Todo muy sencillo, muy humilde, pero absolutamente inolvidable y que me dejó impregnado algo muy especial. Mientras fui niño y mantuve la inocencia, la celebración de Reyes era algo mágico, tan lleno de ilusión, que sólo esas sensaciones y emociones se experimentan cuando eres un niño. También recuerdo cuando mi madre me llevaba a Granada a ver la cabalgata. Lo que te queda, con el paso de los años, es la sensación de cómo con tan poco, se puede ser tan inmensamente feliz. En cuanto a los regalos, inconscientemente y siendo tan pequeño, uno ya empieza a interiorizar que no se puede tener todo lo que uno desea y aceptas lo que te llega. Y los regalos que te llegaban eran bien recibidos, tanto si lo habías pedido en la carta a los Reyes como si no. Y no era ningún trauma. Así fuimos y así crecimos los de aquella generación.

CAMINO A LA ERMITA

Ermita, allá en la cumbre de la Sierra,
contemplando la belleza de los Olivares y la Vega.
Ermita, hasta ti mi recuerdo vuela.
Y el águila de mi corazón sobre ti se posa y otea.
Y desde tu nido, bate sus alas la pena de la ausencia.
Ermita, ¡cómo duele el recuerdo de tanta belleza!
La del ayer y de la que ya nada queda.
¿Qué fueron de aquellos Olivos y de aquella Vega,
los que tanto amó aquel niño, que en mí aún queda?
Sólo quedan las altas cumbres de la Blanca Sierra,
lo demás, soledad de cemento y tristeza.
A tu encuentro iba por el Camino de las Revueltas.
Rumores del niño que fui, aún resuenan
en los ecos de sus piedras.
Mi corazón aún sabe a tomillo, romero y miles de esencias
que, en cada rincón de mis recuerdos, por sus cuestas,
en cada recodo del camino, hacia ti me llevan.
Desde este mar azul, mis sueños hacia ti navegan
y este lobo de mar, como furtivo amante,
te abraza y te besa,
y se funde contigo,
impregnándose de toda tu esencia.
Ermita, hermosa, callada y silenciosa.
que, en la quietud de la playa de la Sierra, me esperas.
Un atardecer, el viento del Sur, a la vela
de mi barca empujará.
Y para siempre, en tu playa eterna
a mi espíritu depositar

F.L Rajoy Varela
prajoy55@gmail.com
Palma Mayo 2020

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