Serena luz de la tarde en un cinco de junio de 1976. Un grupo de treinta y tres personas organizan a las cinco en punto de la tarde el primer homenaje a Federico García Lorca con autorización gubernativa.

Media hora, sólo treinta minutos le concedieron al profesor Cazorla para honrar la memoria indignamente sepultada de uno de los más grandes escritores de la Historia vilmente asesinado cuarenta años antes.

Yo no lo vi, pero me contaron que en Fuentevaqueros hacía un calor sofocante mientras miles de personas se congregaban para escuchar a Blas de Otero, a Goytisolo, al maestro Ladrón de Guevara (la frase del título es suya), a Nuria Espert o a Lola Gaos. Y no quiero olvidarme de Juan de Loxa, el versátil constructor de ingenierías mágicas hechas de verso y asombro. Mientras el acto se iniciaba con voces de poetas, de actrices y de intelectuales, los grises últimos se desplegaban y tomaban posiciones en los tejados fuenterinos, fusiles en mano, por si hubiera que matar la libertad. Pero nadie se arredró y la muchedumbre aplaudió el recuerdo inmenso de Federico y unió su nombre limpio a democracia, a concordia y a futuro compartido.

Estaban todos reunidos en su pueblo de infancia, ése que Federico decía que estaba edificado sobre el agua, con olor a mastranzo y remolacha y cubierto por un cielo de azules infinitos, el lugar donde reside su verdad más profunda; en la plaza se congregó aquel día una multitud plena de emoción que había sobrevivido décadas con un hondo silencio amarrado a la garganta, con una tristeza inabarcable que sólo se había expresado durante cuarenta años con miradas de lluvia y charlas en voz baja de esperanzas cortadas en flor, cuando la primavera se convertía en verano lentamente y los trigos maduraban en la vega. A todos los unía una complicidad invisible que acabó convirtiéndose en una explosión de júbilo capaz de romper todos los sigilos de los enemigos de la libertad.

Empezó entonces la justicia para un escritor genial capaz de comprender el corazón del pueblo llano y dibujar sus sentimientos como quien dibuja el paisaje de su alma. Federico es el dueño del palacio escondido donde el agua se ríe en las acequias alborotadas de pájaros y los chopos entienden el lenguaje de la brisa, la voz de las canciones de infancia, el dolor del oprimido, el resplandor de la esperanza y la pasión que abrasa. Por eso su legado universal pertenece especialmente a la gente normal que ama, que ríe, que sufre, que llora y que siente. Sin estridencias, sin fanfarrias, sin vulgaridades; sólo esencias, palabras que habitan en la nube, en la montaña, en la tierra recién labrada, en la noche de jazmines, en el asfalto, en la nieve de Manhattan o en los andamios de los arrabales. En el secreto transparente que tienen todas las cosas, con su cara y su cruz de vida o muerte. Han pasado cuarenta y cuatro años y ya todo el mundo lo sabe: la eternidad se llama Federico.

PUBLICADO EN EL PERIÓDICO IDEAL el 8/6/20

FOTO: JUAN FERRERAS HOY 8 /6/2020 EN EL INDEPENDIENTE DE GRANADA

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