La nostalgia, considerada como un sentimiento enfermizo, es un error. Significa elucubrar sobre lo que pudo haber sido y no fue. Un intento de regresión a un tiempo que ya no existe.

Ni los lugares en los que fuimos felices o creímos serlo, ni nosotros, somos los mismos. Lo que ocurre es que hay muchos momentos en la vida de las personas que, se convierten en ese tren que entra en un túnel largo y oscuro y no se termina de ver la luz al final de este. En ese tiempo que discurre durante el trayecto, es inevitable refugiarte en la cabaña de la nostalgia hasta que amaine la tormenta. Y te refugias en ella, como un proceso de inmersión en el que necesitas tomar aire y volver a la superficie libre de lastre. Un proceso, no en el que te dejas llevar por lo que pudo haber sido y no fue, más bien con la certeza de que hubo un tiempo en tu vida en que sentiste la inocencia, la ilusión, la belleza, la verdad y en definitiva la ausencia de la maldad. Sentimientos que la naturaleza humana va perdiendo con el transcurso del tiempo. Y esos sentimientos primarios hacen que vuelvas a recuperar la fuerza y la energía para seguir adelante y te conviertas en el ave fénix que resurge de sus cenizas.

Y esto es lo que me suele ocurrir cuando pienso en el tiempo vivido en Atarfe. Siento la nostalgia del niño y el joven que dejé de ser, más por lo sentido que por lo vivido. Por esos sentimientos puros, libres e inocentes que sólo se experimentan en esas etapas de la vida.

Recuerdo con cariño mis paseos por las callejuelas, bajaba desde la plaza del Ayuntamiento por la calle de la Cárcel y tomaba la primera travesía a la derecha. Recuerdo un bolardo de piedra alto que no sé si aún se conserva. Me gustaba su ambiente recoleto, su suelo empedrado y el encalado blanco de sus casas. Pequeñas macetas colgaban de los balcones de sus casas. Cuántas confidencias y emociones guardaban las silenciosas fachadas de sus estrechas calles. Aparte desde la calle de la Cárcel, también se accedía desde la calle Real, el pilar de la Iglesia y desde las casas Nuevas. Estas calles como ríos, confluían en la placeta del Horno, llamada así por el horno de Miguel Castillo.

Me encantaba pasear por sus calles y el embrujo de su recuerdo me inspiró el siguiente poema:

CALLEJUELAS

Estrecha callejuela

de suelo de piedra.

Una luz intensa,

tan intensa como la pena,

por ella se cuela.

Un hombre con traje gris de faena,

sombrero de paja, arrastra su bestia,

va a sus labores camino de la Vega.

Huellas de boñigas, sobre las piedras.

Estrecha callejuela

de blancas fachadas

como nieve perpetua.

Un gato dormita en una puerta.

Acuarela de colores

en sus balcones, las macetas.

A lo lejos, una mujer

vestida de negro tristeza,

pañuelo negro de pena, sobre su cabeza,

caminando despacio se acerca.

Un cántaro de agua fresca

apoyado en su cadera lleva,

con una mano lo sujeta,

la otra con garbo, la apoya

en la otra cadera.

Viene del pilar de la Iglesia.

Estrecha callejuela,

una mujer su puerta riega

y en la memoria del niño

ese recuerdo queda.

En la mañana silenciosa y fresca,

olor a pan de leña,

en la memoria del niño,

olores y sabores quedan,

a membrillo, higos chumbos, hierbabuena,

granadas, fresas y cerezas.

Estrecha callejuela

que cuando la noche llega

y su negra sombra proyecta,

ecos de pasos sobre las piedras,

tenue luz de farolillos

sobre las húmedas aceras,

negras figuras que de un

lado a otro pasean,

en las casas, murmullan

letanías del rosario las viejas,

letanías de llantos y risas,

de alegrías y penas.

En la imaginación del niño,

quedan los recuerdos

de un misterioso y eterno silencio,

una danza de carnaval

de sombras siniestras y espectros.

Francisco L. Rajoy Varela prajoy55@gmail.com

Mayo 2020

FOTO: Calle Doctor Jimenez Rueda cuando estaba la plaza de abastos antigua. foto colgada en pinterest por Antonio Poyatos

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