Sólo el silencio de la tarde desnuda y libros; libros, que son la piel de las palabras, una verdad calmada que acompaña y serena los días o los embarca en un viaje, en un sueño, en un juego o en una sorpresa, tanto da.

Libros, libros como espigas que crecen y alimentan, escribí no hace mucho; esos libros, me cuentan mis amigos libreros, están en las estanterías, esperando las visitas que no llegan como debieran, el calor de unas manos cómplices que los acojan, como el que alberga un secreto compartido. Y, mientras, las circunstancias sanitarias obligan a cancelar en Granada nuestra Feria del Libro, que será seguramente uno de las decisiones más amargas que haya tenido que tomar su director, Nani Castañeda, pero que le honra precisamente por la responsabilidad que revela. Para defender al sector hay que tener coraje y valentía, saber hasta dónde se puede llegar como gestor cultural para evitar la imprudencia negligente.

Por eso, ahora, nosotros, los lectores debemos responder al sacrificio que supone no tener feria buscando esos ejemplares que nos esperan en nuestras librerías de siempre, esas que son una suerte de hogar mágico donde las historias cobran vida solamente sumergiendo la mirada en las portadas de las obras. Porque todos estamos en un proceso de permanente aprendizaje, de constante educación de la mirada, una vez que nos han enseñado que ver es mirar con atención. El libro no puede ser un producto de consumo más; es un bien de primera necesidad que nutre el espíritu para hacerlo más tolerante, más libre y más comprometido. Decía Bradbury que no hace falta quemar libros una vez que el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende o que no sabe. Cada vez que se cierra una casa de libros (en Granada, en las últimas décadas, muchas: Al-Andalus, Urbano, Teorema, Atlántida, Continental, Nueva Gala, entre otras) se rompe inevitablemente un lazo invisible con el pasado de lo que fuimos y con el futuro de lo que pudimos llegar a ser. Y eso empieza a evidenciarse cada vez más revelando que, como docentes, no hemos sido capaces de transmitir la emoción de un poema, la libertad de una novela, la verdad ágil del teatro o la hondura del ensayo a estas nuevas generaciones. Luego, claro, nos escandalizamos cuando vemos cómo la estulticia campa por nuestros respetos sin que podamos evitarlo. Basta poner la televisión para constatarlo; pero eso tiene cura y la cura es leer, descubrir que hay mundo más allá de “Sálvame” o de “Hombres, mujeres y viceversa”. Las librerías no pueden convertirse en cementerios de libros olvidados, parafraseando el tristemente desaparecido Ruiz Zafón. La comunidad de los que las amamos porque hemos descubierto el misterio que custodian tenemos que tomarnos en serio la crisis del sector y recuperar urgentemente la sana costumbre de comprar, de habitar sus espacios con sosiego buscando esa obra que, aún sin saberlo, necesitamos imperiosamente para serenar la vida, ese libro que es luz y esperanza en este tiempo de penumbra.

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