Cuenta Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido que la curiosidad estaba muy presente en Auschwitz. “Con ella lográbamos distanciar la mente de la realidad circundante y así se facilitaba el contemplar lo real con cierta objetividad. Incluso aprendimos a utilizar este mecanismo como medida de protección personal”.

Durante el confinamiento releí el libro y en él descubrí este texto por casualidad. O quizá no, quizá hubo en el hallazgo una intención cósmica encaminada a dar sentido a lo que racionalmente no lo tiene. Nada es fortuito.

En teoría, ante el miedo caben dos reacciones: paralizarnos o huir. Ambas son humanas y se han manifestado en plenitud en estas semanas en que la vida se dio la vuelta. Nos detenemos ante aquello que desconocemos, bloqueados y entumecidos, aunque también podemos huir evitando cualquier diagnóstico de una situación amenazadora; y en esto deberían de sobrar las doctrinas, pues nos jugamos mucho en nuestra reacción, incluso la vida, por tanto, el libre albedrío nos empujaría a una elección personal. No obstante, si quien veía la suya sujeta por el alambre de espino de un campo de exterminio, si aquel que arrastraba la muerte en unos zapatos sin suela alcanzó a reconocer que la curiosidad era un anclaje, no veo por qué no contemplar una tercera vía ante el miedo. La curiosidad, además de nuestra principal fortaleza, es una fuente inagotable de recursos.

Al miedo conviene observarlo porque está hablando de nosotros/as. Qué lo despierta y cómo lo hace nos confronta con una zona de sombra antes de mostrarnos herramientas para domeñarla. Observar ayuda a descubrir lo que ignorábamos, cuya revelación se salda con algo positivo en nosotros/as: nos aporta empatía, resiliencia… nos vuelve más sabios/as.

La pasión por la curiosidad me acompaña desde hace tiempo. Empezó siendo algo random y creció hasta transformarse en mi trabajo; ahora se sitúa en la esencia de mi propósito: mostrar a los demás que es la única forma constructiva de enfrentarnos a la incertidumbre.

La pandemia ha llegado para mostrar con crudeza realidades que nos costaba ver: la fragilidad del sistema y, por ende, de nuestra vida, el yerro en la elección de nuestros valores, lo inexorable del cambio –única verdad del catecismo– y la gran resistencia que mostramos ante él. Pobres, pedimos certidumbres a un universo volátil que se empeña en llevarnos la contraria mientras nos aferrarnos a la inexistente seguridad de una esfera de confort. Pensamos en 3G cuando el 5G nos adelantó hace tiempo.

La curiosidad regala paz y plenitud en la no permanencia, dirige el foco de nuestras prioridades, nos acerca a nuevas situaciones y personas… y como guinda nos mantiene jóvenes. Así es, pues en mi estudio he desembocado en los efectos de la curiosidad sobre nuestro cerebro protegiéndolo de su deterioro, lo que cimienta la frase de Saramago: “Solo envejecemos cuando perdemos la curiosidad”.

De modo que si la empleaban los presos judíos para sobrevivir a su más que probable exterminio, cómo no activarla para renacer tras el COVID-19.

Este artículo de opinión se publicó primero en el número diez de nuestra revista en papel.

Teresa Viejo

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