Dice el ministro Salvador Illa que la paciencia tiene un límite después de que se hayan roto los puentes entre el Gobierno Central y la Comunidad de Madrid en la gestión de esta situación de emergencia sanitaria que habitamos.

Y tiene razón, porque ver a los políticos jugar con las cifras de contagiados y lanzárselas a la cara como si fueran confeti de colores lo único que produce es una indignación absoluta. Era difícil creer que alcanzáramos este grado de miseria moral, de ineptitud para gestionar una crisis, pero los que toman decisiones parecen querer batir el récord de incompetencia en la que es la situación más dramática que se ha vivido en la España democrática.

Con más de cuarenta y cinco mil muertos y rondando el millón de contagiados estos señores siguen respondiéndose a través de ruedas de prensa o mensajes en twitter en vez de sentarse y comparar datos hasta lograr el consenso. Un consenso que no debiera ser complejo si se aplican criterios científicos en vez de populismo barato, porque no es de recibo esta polifonía ignominiosa ante un tema que no admite la gama de grises con la que lo manejan algunos. Aunque sólo fuera por pudor, están obligados a aclararse, a no engañarnos, a no perder ni un instante: o hay transmisión comunitaria o no la hay, o la situación es de extrema gravedad o está controlada; porque lo que crea toda esta escenificación es un ambiente de desconcierto en el ciudadano que no sabe a qué carta quedarse, si a la del ministro filósofo o a la de la antaño responsable de las redes sociales del perro de Aguirre, reconvertida en economista de baratillo. Todo es confusión, desasosiego para los sufrientes, desamparo para nuestros mayores, prohibiciones de hoy que sustituyen a las de ayer ante el estupor generalizado de quien no comprende qué medida toca acatar. Y eso únicamente conduce al caos y a saltarse las normas. Es decir, pérdida para todos.

Mientras los partidos sacan la artillería ideológica para atacarse buscando votos que no llegarán, los contagios se multiplican y los muertos vuelven a llenar de desolación y angustia a demasiadas familias; sólo que a veces se antoja que, de alguna manera, demasiada gente ignora el dolor ajeno y eso supone la constatación de la falta de empatía de una parte de la sociedad española, lejos del tiempo en que salíamos cada tarde al balcón a aplaudir a los sanitarios. Ahora, hasta que vuelvan a saturarse los hospitales nuevamente (no queda mucho, lamentablemente), demasiada gente sale, pero es para pasar el puente en otra comunidad autónoma, al botellón en el piso de los amigos porque el pub cierra a las once y no se permite estar allí sin mascarilla. Sin control. Sin vergüenza. Y, ¿para qué sirvió el dolor inmenso de la primera ola? ¿No nos enseñó nada el sufrimiento de los que se fueron sin entender nada, en lacerante soledad absoluta ante la impotencia de sus familias? Siquiera por respeto a su memoria, los cargos públicos tienen la obligación de abandonar el partidismo sectario, de ser ejemplo de coherencia, y no dar argumentos a los irresponsables que no se protegen ni a sí mismos y acaban por ponernos en riesgo a todos. Porque los que ya estamos al límite de la paciencia somos nosotros.

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