Se nos va muriendo noviembre, igual que se muere el mar con la angustia de todos sus ahogados convertida en espuma de sal cuando la noche llega y el cielo es oscuridad y silencio.

Mientras, en Granada la lluvia cae como un regalo despacioso y triste al paso de un millar de personas que, como cada año, denuncian la lacra perversa de la violencia machista que nos deja (hasta ahora) 41 víctimas, con nombre, rostro y una mirada cargada de inocencia y de dolor que debería traspasarnos el alma. Algunas denunciaron, otras no, pero el resultado terrible es que somos incapaces de acabar con tanta brutalidad inmisericorde que se ha llevado también cuatro niños por delante.

Sucede que nos falta aún empatía, compromiso con el sufrimiento ajeno. Es evidente que alguna tuvo que llegar algún día a la oficina y, al preguntarle qué le pasaba en el ojo amoratado, que se excusara con que se había golpeado con una puerta; otra, seguramente, se encontró con alguna vecina en la compra que notó que movía con dificultad el brazo, y que al interesarse, obtuvo como respuesta que se había resbalado en la escalera. Pero nadie hizo nada.

Pocas delataron a su agresor, un canalla sin conciencia que les ha cortado la vida como quien troncha una rosa, arranca luego cada pétalo y lo tira a un estercolero. Luego algunos asesinos se suicidan, conscientes de que les espera la cárcel, pero ya con la seguridad de que ellas, sangre derramada que se bebe la tierra, están en una tumba. Que han anticipado el sucio trabajo de la parca. Esos tipos (pura basura) son más de los que parece y no responden al perfil que tenemos en la cabeza de individuo marginal. Algunos son magistrados, otros profesores, otros albañiles, agricultores o vendedores de seguros. No hay clase social que se libre de la ignominia porque no es cuestión de poder adquisitivo sino de educación, lo que debiera obligarnos a transformar esos libros en los que son los hombres los protagonistas de la Historia y, las mujeres, poco más que una sombra que espera en casa con la mesa preparada y las zapatillas listas.

Basta irse a los anuncios del tardofranquismo para constatar esto que, además, muchos jóvenes maltratadores imitan porque lo han visto en sus hogares: la madre en casa y con la pierna quebrada, que dicen los machistas tradicionales. Y vivimos un momento de repunte de estas actitudes que empiezan con que el novio quinceañero quiera controlarles las llamadas y los mensajes del móvil (supuestamente por amor), continúan cuando les eligen la ropa y acaban en una paliza cuando se rebelan.

El problema es que, en algunos casos, se ha creado ya tal grado de dependencia emocional que ellas mismas acaban por justificar la violencia, sintiéndose culpables por no actuar como ellos quieren. Por eso el 25N es un grito para avisarnos de que necesitamos una educación integral comprometida con la igualdad que debe trascender las escuelas para continuar en las casas, en el ámbito social que perpetúa los valores patriarcales. Y, para los que no son educables, es necesario que las denuncias conlleven una protección eficaz, conseguir que la víctima respire libertad, sosiego y justicia. Si no, habremos fracasado otra vez más y el dolor inmenso no será únicamente porque estén solas. Será porque estén muertas.

 

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