A José Luis Jiménez González, andaluz establecido en Cataluña

          Cualquier lengua del mundo, por escaso que sea su número de hablantes o su ámbito geográfico, me interesa por igual, dada mi formación de filólogo. Es obvio que ese interés general es solo el propio del curioso, del que acumula datos sorprendentes y a menudo curiosos, como si se tratara de un coleccionista. Si aplico el sentido práctico, el que entiende una lengua como el soporte imprescindible del pensamiento y la comunicación, mi interés se restringe notablemente a aquellos idiomas que verdaderamente pueden ayudarme a generar mi visión del mundo y a recibir y producir mensajes por razón de mi ámbito cultural, el occidental, y que me resulten próximos. Ahí surge el sentido de la limitación: lenguas como el chino, el japonés o el árabe, pareciéndome muy próximos, me resultan frustradoramente ajenos y sé que nunca llegaré a conocerlas ni podré beneficiarme de su riqueza ni usarlas para comunicarme con otros seres humanos. Hablo de riqueza porque indudablemente el dominio, siquiera relativo, de un idioma es una riqueza humana, cognitiva y comunicativa.

La lengua del Imperio

          Pero a los hechos lingüísticos se les suelen adherir otros de carácter geopolítico, de fronteras tan artificiales como los intereses que se esconden tras las banderas. Esta división es empobrecedora, mezquina y solo sirve para crear una babel de intereses, una conciencia de lo diferente, que arropa designios políticos, económicos, financieros… y sus consecuentes ambiciones, casi siempre camufladas o revestidas de una épica patriótica, una épica de garrafón que choca frontalmente con los planteamientos básicos de la Lingüística.

          Si a cualquier persona lo aborda un extranjero para preguntarle algo (una dirección, una indicación de tráfico, un restaurante, un hotel o una oficina administrativa) en un idioma desconocido, salvo casos de xenofobia enfermiza, nos esforzamos en comunicar razonablemente el dato solicitado. Se trata de una relación interpersonal exenta de connotaciones políticas y eso allana todas las diferencias. Pero cuando un idioma se reviste de elemento opresor o liberador, la comunicación pasa a segundo término, porque hemos pasado de la dimensión interpersonal a una concepción política de clase y ahora estamos en la dicotomía opresor/oprimido y la lengua dominante pasa a ser, más que un instrumento de comunicación, un elemento de dominio, de opresión. 

Lápidas en esukera

          Me veo obligado a reflexionar sobre la conciencia lingüística tras el cacareo que se ha montado con la bajada de pantalones del gobierno ante la exigencia de ERC, al suprimir la categoría de lengua vehicular del castellano en Cataluña.

Vuelvo a un matiz ya señalado. No voy a hacer una valoración política de esta vicisitud: ya se ha encargado la derecha de desprestigiar a Sánchez y su gobierno, aunque en el fondo la vitalidad de nuestro idioma común o su proyección al futuro les importe muy poco, si es que les importa algo. Tratan de desgastar a un gobierno que ya se desgasta solo y ponen un énfasis estremecedor en algo sobre lo que jamás se han parado a reflexionar. Allá ellos y su mantra de desgaste. Mi análisis es el de un filólogo.

Multa

Usar una lengua con fines políticos es desvirtuar su naturaleza. En un país como el nuestro, que suele fijarse mucho más en lo que tienen los demás que en lo propio, una lengua se ha convertido en elemento de lucha política. Una lengua deja de ser un vehículo de comunicación para ser un rasgo distintivo, una seña de identidad colectiva y siempre se usa políticamente para descalificar a una lengua más poderosa o extendida que, supuestamente ha asfixiado a la lengua vernácula. El franquismo, eso es cierto, con su ropaje imperial destinado a justificar su golpe de estado, impuso el uso de nuestra lengua común, basándose en conceptos extraídos del nazismo: el español era la lengua del Imperio y las otras lenguas (catalán, gallego y vasco) y sus hablas y registros dialectales fueron perseguidos por la posibilidad de planteamientos separatistas. La ceguera nazi del Régimen nos empobreció a todos con tal medida, de la misma forma que la colonización americana borró el quechua, el guaraní, el amara, el náhuatl y el resto de lenguas precolombinas.

Sermones en catalán

En España, la transición política y la Constitución de 1978 reconocieron la cooficialidad de las principales lenguas del Estado y hubo una eclosión de medios de comunicación, de edición de libros, de emisoras de radio, de música… en dichas lenguas, que fundaron sus respectivas Academias. Jamás hubo en España un mayor grado de libertad y florecimiento lingüísticos. Dice Antonio Muñoz Molina que mientras en otros países se abren las ventanas y se deja entrar el aire, aquí nos empeñamos en escondernos en las habitaciones más oscuras de esa gran casa que es el castellano, más pendientes de lo que nos diferencia en una absurda competitividad balcánica de autonomías. Es cierto. Me sonroja una campaña andaluza que estableció el demente eslogan “Habla bien. Habla andaluz”, que parece responder a la necesidad de contar con un idioma cooficial, como ya tenían gallegos, catalanes y vascos.

Tan impresentable invento es falso. Hablar bien es hablar fluidamente, con capacidad expresiva, dominio de vocabulario y de la sintaxis. Lo de menos es el idioma usado, que debería ser la lengua-madre, aquella en que desde la infancia se conoció el mundo. Impostar un registro idiomático, por mero complejo de inferioridad, es una muestra del grado de envenenamiento ideológico de los lumbreras que echaron a andar la mencionada campaña, que no obtuvo otro éxito que alguna novela escrita “en andaluz”, una delirante versión de “Er Prinzipito” [sic] y algún otro despropósito más. Mejor olvidar semejantes estupideces.

Cuando llegó el nuevo impulso separatista en Cataluña, el castellano volvió a ser un signo de opresión, una imposición del llamado nacionalismo español, concepto éste realmente contradictorio. Y Sánchez cede para sacar adelante sus presupuestos.

Aquí se habla andaluz

No hace falta ser Rappel para saber qué va a suceder a partir de ahora. Los catalanes castellanoparlantes irán muriendo, sus hijos y nietos, educados en un sistema bilingüe, bascularán hacia el catalán y en 45 o 50 años, el castellano será un residuo testimonial de una lengua gloriosa que nos unió durante generaciones. Adivino que habrá mucha presión revanchista para desmontar el castellano y Cataluña se quedará, en tres generaciones, sin la riqueza de la lengua de Cervantes, de Quevedo, de García Lorca…, la misma lengua de Josep Pla, Juan Marsé o Eduardo Mendoza, por cierto. El castellano perderá su presencia en las cuatro provincias catalanas, pero seguirá siendo uno de los idiomas más prestigiosos del mundo, presente en toda Latinoamérica y Estados Unidos, en tanto que el catalán, junto a la cerrazón política de sus líderes, quedará como una bandera del procés y tendrá una escasa repercusión fuera de las fronteras catalanas. Todos, pues, saldremos perdiendo. En vez de afianzar nuestro tesoro común, de potenciar su buen uso y de extenderlo a nuevos horizontes, se impone la división y la discriminación idiomática, pero al revés: esta vez son los catalanes quienes castigan a la lengua de Cervantes.  Esta es la situación que ha generado la torpeza de Pedro Sánchez, junto a la voracidad catalanista de Ezquerra Republicana de Catalunya. Aunque no voy a llegar a ver el final del castellano en Cataluña, ya me duele una pérdida que siento como propia. Por eso traigo de nuevo, como un modesto homenaje a mi lengua, un texto que me gusta mucho:

Nuestra heredad

Juan de la Cruz prurito de Dios siente,

furia estética a Góngora agiganta,

Lope chorrea vida y vida canta:

 tres frenesís de nuestra sangre ardiente.

Quevedo prensa pensamiento hirviente;

Calderón en sistema lo atiranta:

León, herido, al cielo se levanta;

Juan Ruiz, ¡qué cráter de hombredad bullente!

Teresa es pueblo, y habla como un oro;

Garcilaso, un fluir, melancolía;

Cervantes, toda la Naturaleza.

Hermanos en mi lengua, qué tesoro

nuestra heredad -oh amor, oh poesía-,

esta lengua que hablamos -oh belleza-.

(De Tres sonetos sobre la lengua española, Gredos, 1958)

Habrá una segunda parte (amenazo).

Alberto Granados

FOTO: Ilustración: Guillermo Serrano Amat PUBLICADA EN EL ESPAÑOL
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