El domingo 13 de diciembre se cumplió una década del fallecimiento del cantaor flamenco que reinventó la pureza: “Me equivoqué, yo tenía que haber sido rockero”

 

Estaba en el instituto cuando descubrí Omega. No podía parar de escucharlo. La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno y un huracán de negras palomas que chapotean las aguas podridas. Qué tendría aquel Manhattan de entreguerras, que a Federico García Lorca hizo rabiar en verso, testimonio decadente, realista y vibrante del capitalismo feroz que devoraría todo a su paso. La aurora llega y nadie la recibe en su boca porque allí no hay mañana ni esperanza posible. A veces las monedas en enjambres furiosos taladran y devoran abandonados niños. Qué tendría para Enrique Morente aquellas estrofas, con las que rompió para siempre el curso del nuevo flamenco.

Es bien sabido que Omega no gustó entre la crítica. “Estamos vivos de milagro”, llegó a decir tras un concierto de la gira del disco, publicado en 1996. De hecho, cuando anunció que su sueño de unir al poeta Cohen y al músico Lorca —entiéndase la gracia— iba a ser junto a un grupo que se llamaba «Lagartija Nick», las alarmas saltaron. Un día se lo pregunté a mi tío abuelo, Manuel Chilla González, crítico flamenco y creador de uno de los primeros portales de flamenco en la red, Triste y Azul. Él me confesó que no entendió a Morente. Como otros tantos. Más tarde, encontré un texto suyo en el que se sinceraba hablando del flamenco de hoy y que no puede ser más cristalino: «Enrique Morente es el creador de este tiempo. A partir del gran conocimiento que posee del cante ortodoxo, empezó a introducir novedades de mayor o menor calibre en todas sus interpretaciones, culminando su evolución en las obras Omega y Lorca». Se abría un nuevo tiempo y Enrique Morente, que llevaba más de treinta años haciendo de lo suyo, quiso darle la bienvenida rompiendo con su propia ortodoxia.

Enrique Morente con Leonard Cohen en uno de los fotogramas de 'Omega', disponible en Filmin
Enrique Morente con Leonard Cohen

En varias entrevistas, el maestro no dudó en hacer gala de ello dándole la vuelta al tan manoseado concepto de la pureza. Haciendo gala de granaíno, en una entrevista en ABC «saltó» cuando le mencionaron eso de la “pureza” en el flamenco: «Si se tiene no se pierde nunca. ¿Pureza? La tiene la Purísima Concepción de Alonso Cano y los niños. Ahí sí está la pureza». Pero a estas alturas, ¿puede pensar alguien que algo puede ser realmente auténtico? Tras años cosechando éxitos y acompañando también a los más grandes —algunos más puros y otros menos, habrá que preguntarles a los puristas, claro—, Morente revolucionó el flamenco tocándolo todo porque el flamenco en su génesis así lo permite. El cantaor del Albaicín lo tenía muy claro: “El arte no debe tener fronteras; el flamenco es una música viva, muy de hoy, que entronca con cualquier otro instrumento del mundo”. Sí, el flamenco, con Leonard Cohen, con Lagartija Nick, con la música electrónica, con el rap o con lo que quieras. Just do it.

Sin embargo, casi un cuarto de siglo tras la publicación de Omega sigue habiendo voces que critican cualquier innovación en el flamenco y más allá del flamenco. Los guardianes de lo política y musicalmente correcto esperan su momento para desprender esencialismo, sin darse cuenta de que nada es de siempre ni nada es para siempre. A una década de su fallecimiento y con las nuevas músicas que transcienden —y transgreden— dentro y fuera de nuestra tierra, debemos recordarle no solo por lo que creó y lo que interpretó, sino precisamente por lo que su obra significó. Enrique Morente, que tocó todos y cada uno de los palos, se precipitó al vacío para llenarlo todo. El amigo de los modernos es, precisamente, el más puro de los flamencos. Su legado estará vivo siempre. Gracias, maestro. 

 

Sebastián Chilla

FOTO:   Morente, con Nueva York al fondo

https://www.lavozdelsur.es/levantaos/diez-anos-sin-morente-amigo-modernos_253315_102.html

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