Nosotros, la generación que vivió la primera adolescencia en los ochenta, tenemos en una mano la cultura musical de aquel tiempo y, en la otra, la resignación acumulada de ver políticos – de uno y otro signo- que, en vez de venir a defender España, vienen a fortalecer su ego.

Aquella música, ya con cierta pátina de antigüedad demodè vista desde hoy, construye (nos guste o no) parte de nuestra cultura musical, que abarcaba desde Beethoven (su sonata Claro de luna resultaba apasionante) a ‘Olé, Olé’, aquel grupo musical encabezado primero por Vicky Larraz y luego por Marta Sánchez. Es decir, que éramos clásicos y modernos simultáneamente, desde la despreocupación juvenil de nuestros doce años, principiando una pubertad que era la justificación de estas incoherencias trasladadas a todos los ámbitos vitales. Pero más tarde, descubrimos con Gil de Biedma que la vida iba en serio y algunos crecimos mientras otros coetáneos siguen jugando al sí es/no es. Me refiero, naturalmente, a Pablo Iglesias, que ha madurado estéticamente y, desde que ejerce de viceseñorito de España, se ha cambiado la coleta por un moño transcultural de perfil hípster, evidenciando así la evolución podemita a esa posmodernidad que habita, pletórica de bohemia cool de clase media-alta, alimentación puramente orgánica, o vegana, y chalet con piscina en las afueras. Es decir, que, ellos, los de entonces, ya no son los mismos, parafraseando nuevamente al poeta catalán. Es el personaje, que se ha tragado de un bocado a la persona, si es que acaso hubo alguna vez diferencia.

Luego, claro, están las sesiones del Consejo de Ministros donde este vicepresidente segundo y la ministra de Igualdad andan dando la nota y creando polémicas, que a veces escuchamos los españolitos y otras no, pero que tensarán los nervios de hasta la más templada que quiere hacer bien su trabajo. A cuenta de esto, yo estoy haciéndome fan de la ministra Nadia Calviño y hasta de María Jesús Montero, porque resulta incontestable el ejercicio de aguante que deben aplicar cada mañana para no hacer saltar por los aires un gobierno que, el señor Iglesias y la señora Irene Montero, apabullan con sus bobadas cotidianas y esa amenaza perpetua de que, si no se juega con sus cartas, lían un pifostio. Es decir, que me cuesta creer que sea verdad eso de que Pedro Sánchez se encuentra cómodo con ellos después de afirmar rotundamente en televisión que no podría dormir por las noches si tuviera que gobernar el futuro del país con personas inexpertas y caprichosas. Y, conste: aquí no incluimos a la ministra Yolanda Díaz (que ejerce de verso suelto con eficacia notable), al desaparecido Garzón (centrado en su misma mismidad de ministro del nadismo) o a Castells, que anda -el hombre- confuso porque la universidad española practica la rareza de que aquí las plazas de profesor se ganen por capacidad y mérito y no por designación (eso ha sugerido) como en los tiempos de Franco. Gestionar España supone en este momento preciso un altísimo ejercicio de responsabilidad del que tenemos dudas de que sean conscientes muchos de los que ahora deciden nuestro porvenir, de los que discuten absurdeces en los pasillos, sean del gobierno o de la coral oposición. Se quedan en la superficie, en el moño, en el “Bravo samurai” y en el antañón festival de la OTI. Ridículamente pueril, o sea.

 

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