Con letras doradas, decía: “a “Ona”, nuestra fiel y valiente perra que, con su arrojo, nos salvó de una muerte segura

Corría un día de la Navidad de un año que terminaba. Esa tarde salí al patio de mi casa para sacar de paseo a mi perra, “Ona”, una dócil, inteligente y preciosa hembra, de raza “Labrador” y de color canela, a la que sólo le faltaba hablar. Al acercarme a ella, como siempre que lo hacía, saltaba loca de alegría. Le enganché su correa en el collar y salimos a la calle. No habíamos dado dos pasos cuando observé que se tambaleaba. -Ona, Ona, qué te pasa-, le dije. Al poco tiempo cayó desplomada al suelo de la acera. – ¡Carmen, Carmen!, ¡la perra!, ¡que se nos muere! – grité a mi esposa, muy nervioso.

  Mi esposa salió como una exhalación -Quédate con ella, mientras saco el coche-, le dije. Lo saqué lo más rápido que pude. Entre los dos la subimos al asiento de atrás, y Carmen se sentó a su lado. Velozmente, bastante alterados, llegamos a la clínica veterinaria más cercana. Al llegar, inmediatamente me apeé y llamé al veterinario, que salió y la examinó. Desgraciadamente, solo pudo certificar su muerte. Cogimos su cuerpo inerte dejándolo en la clínica para su posterior incineración. Tenía 12 años. Su pérdida nos causó un profundo dolor.

Resignados con él, subimos al coche y regresamos a casa llorando. Por el trayecto, a medida que nos acercábamos a nuestro hogar, comenzaron a caer unos gruesos copos de nieve. Pronto la nevada se intensificó. Cuando llegamos, tras aparcar el coche y subir por los corrales al patio, éste estaba cubierto de un delicado manto blanco, y la estatua de “Ona”, revestida de una preciosa capa de piel de armiño.

El primer hecho que rememoramos mi esposa y yo al entrar a la salita anexa al patio, ocurrió otro día de la Navidad de hace 9 años. El viento gélido que corría al amanecer nos flagelaba el rostro mientras, en la calle, mirábamos nuestra vivienda, que ardía por los cuatro costados. Las inmensas llamaradas iluminaban el cielo de un color amarillo-rojizo. Contemplaba el dantesco espectáculo, acompañado de mi esposa, mis dos hijas y mi perra. Ésta tenía una caseta que le había hecho en el patio, y a éste se accedía desde la salita, en donde pasábamos la mayor parte del día.

Una estufa alimentada con tarugos de madera la caldeaba, y en ella había también una mesa camilla vestida con su ropa. Los vuelos de sus faldones tapaban nuestras piernas y, encajado en el hueco circular de su tarima, un brasero eléctrico nos calentaba. Ese día lo pasamos sentados a su alrededor. Allí estábamos protegidos del frío. Para salir al patio había una puerta que dejábamos entornada por si “Ona” quería entrar. Con el frío glacial que hacía, la abrió, empujándola con sus patas delanteras, y se recostó al lado de la estufa.

Tras cenar, subimos a los dormitorios para acostarnos. Siempre revisaba todos los aparatos enchufados para dejarlos apagados, pero quiso la mala fortuna que, esa noche, me dejara encendido el brasero. El calor que emanaba de las resistencias fue requemando la tarima, ésta prendió las ropas de la mesa camilla y, en poco tiempo, la pequeña habitación era una bola de fuego que se expandió al resto de la casa. Antes, el fuerte olor a quemado y el humo, habían alertado a “Ona”, que subió por las escaleras que conducían a los dormitorios dando unos enormes y lastimeros ladridos. Nos despertamos sobresaltados y, cuando bajamos, ya el fuego se había propagado, así que salimos corriendo a la calle tras abrir precipitadamente la puerta de la casa. La virulencia de las llamas era tal que, en poco tiempo, ésta había ardido por completo. Desolados, nos abrazamos a “Ona”. Ella nos correspondía dándonos unos cariñosos e intensos lametones.

Esa noche, dormimos en la casa de los padres de mi esposa, ubicada en el mismo pueblo. Allí vivimos hasta que construimos una nueva vivienda con la misma distribución de la antigua. En el patio, le hice una nueva caseta a mi can, y enfrente, le coloqué una estatua que había encargado a un escultor amigo mío. En el frontal de su pedestal puse una placa con un texto que, con letras doradas, decía: “a “Ona”, nuestra fiel y valiente perra que, con su arrojo, nos salvó de una muerte segura”. Era mi homenaje a ella. Unos años más tarde, la fatalidad quiso que no pudiéramos salvar la suya, aunque siempre permanecería su recuerdo en nuestra memoria y la de nuestros descendientes. Aquella talla siempre lo mantendría vivo. Hoy, al pasar a su lado con uno de mis nietos, este leyó su inscripción y me preguntó: – Abuelo, ¿cómo os salvó la vida? – Yo lo senté entre mis piernas y le conté la historia.

José Vaquero Sánchez

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