Tiene que llegar el día en que a este país lo gobiernen los tertulianos de ‘Salvame’, los tronistas de ‘Hombres, mujeres y viceversa’ o una pitonisa de altas horas de la madrugada, tanto da.

La avanzadilla es Pablo Iglesias que, más que de vicepresidente, ejerce de showman, una suerte de telepredicador dando titulares aquí y allá, poniendo a España como chupa de dómine con afirmaciones (esta semana) como que no somos una democracia plena justo cuando acababa de llegar Borrell, en su calidad de máximo representante de la diplomacia europea, de decirle a los rusos que no queda bien eso de ir envenenando al contrincante político. Pedro Sánchez hace mucho que no necesita del PP para que le dificulte la tarea porque Iglesias cumple esa función perfectamente dejando en evidencia a Moncloa cada vez que le acercan un micrófono. Quien afirmaba que quería conquistar los cielos por asalto, una vez que ha entrado en el Consejo de Ministros se ha convertido en el verso suelto (Irene Montero anda también en ese plan de dinamitar puentes) de un gobierno que tiene que hacer equilibrismos para no perjudicar más nuestra imagen como nación en el exterior.

Bastaría preguntarles a las ministras González Laya o Nadia Calviño, si la prudencia a la que obligan sus cargos les permitiera hablar con libertad y no tuvieran que andar saltando de metáfora en metáfora para no caer dentro de la ciénaga verborreica del vicepresidente segundo y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030. En este momento ya resultan cuestiones menores si paga la niñera con presupuesto del Ministerio de Igualdad o si su teórico ideario resulta incongruente con su proceder personal. Lo grave de todo esto es cómo afectan sus intervenciones (y son sólo las de los últimos quince días) denostando el valor de una democracia consolidada como la nuestra o equiparando a políticos fugados como Puigdemont con los republicanos que tuvieron que huir cuando la dictadura por aquello de evitar que les pegaran un tiro en la nuca, como a Federico o como a tantos otros intelectuales. Pensar en un anciano Antonio Machado cruzando a pie los Pirineos con su alta dignidad de poeta del pueblo para ir a morir pocos días después a una humilde pensión en Collioure y relacionar su compromiso ético con la situación de los prófugos catalanes que no han querido responder ante la justicia por sus delitos parece un chiste repugnante de un indocumentado o una idea peregrina salida de la mente de alguien que tiene dificultades para asimilar la realidad de nuestra Historia.

Y ningún gobierno, del signo que sea, en una situación de crisis sanitaria, económica y social como la que padecemos merece, además, que desde dentro lo boicoteen dando una impresión de república bananera de tercer nivel. Si lo que quiere es ejercer de enfant terrible, el espacio perfecto para él es en ‘La isla de las tentaciones’, donde seguramente aún les queda algún puesto vacante. Porque para desarrollar tareas de servicio a la ciudadanía (que es la misión de cualquier cargo público, por si a alguno se le ha olvidado) hay que tener altura de miras, un saber estar institucional del que Pablo Iglesias carece, como constata esta progresiva vulgarización de su vicepresidencia, para vergüenza de todos los españoles.

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