Un día aciago de esta semana supimos que El Niñico nos había dejado.

Tenía 78 años. Nada aclaro si escribo que su nombre era Antonio Jiménez Tristán, pues su apodo fue y seguirá siendo su seña de identidad. Un caso extraño, pues lo normal es que los padres dejen como herencia a sus hijos los apodos. En este caso fue al contrario: el padre de Antonio era conocido como el papa del Niñico.

El apodo lo recibió cuando niño. En aquellos años terribles de la postguerra, marcados por el hambre y el abandono, muchos niños eran enviados a los cortijos para que, a cambio del trabajo que pudieran realizar sus escuálidos cuerpos, fueran alimentados.

¡Niñico, trae el agua!, ¡Niñico, recoge el escombro!, ¡Niñico, la madre que te parió, dónde te metes! Tanto Niñico para arriba y para abajo, que se quedó con el nombre de Niñico. Se sentía orgulloso de su apodo y los que tuvimos la suerte de conocerlo y disfrutar de su amistad, no podríamos llamarle o recordarle con nombre distinto.

En aquel periodo no le quitaron muchas “jambres”, pues recordaba que cuando iba con la carretilla llena de bazofia para echar de comer a los marranos, iba comiéndosela por el camino. ¡Qué pollas, si es que los marranos comían mejor que nosotros!, decía entre risas. Pero ante el hambre siempre mantuvo una actitud digna y desternillante. – Nunca me comí un huevo de niño, y una vez que tenía fiebre y mi madrastra me iba a dar uno pasado por agua, llegó la mala fortuna y me tocó la frente, exclamando: – Este niño no tiene ya fiebre, el huevo para su padre. Cuando se hablaba del “año del hambre”, siempre saltaba diciendo: – Qué mala suerte, ese año me tocó repetío por lo menos 15 veces …

La primera imagen, pues, que nos viene a la cabeza al evocarlo fue su simpatía, su sentido del humor y su capacidad innata para decir una gracia ante cualquier circunstancia, incluidas las más adversas o crueles. Una capacidad que le brotaba como manantial inagotable, profunda, cargada de metáforas de difícil construcción y que, seguro, le ayudó a sobrevivir en las inclemencias de la vida.

El Niñico fue también, y sobre todo, un hombre comprometido con la causa de su clase. Obrero de la construcción vivió los tiempos de los malos salarios, de las reivindicaciones reprimidas por el fascismo, de los castigos empresariales, de los despidos selectivos contra los dirigentes del movimiento obrero. Sin temblarle el pulso se levantó contra la injusticia y la explotación, siendo leal a sus compañeros, porque en aquellos tiempos no nos sentíamos solos, nos sentíamos parte de un río solidario y compartido. Perfil de vieja casta obrera, ¡En mi jambre, mando yo!, ni horas extraordinarias, ni destajos, ni trabajar en negro, “si les damos un dedo se nos comerán la mano”. Una epopeya colectiva, sembrada de héroes con nombres y apellidos, muchos de los cuales fueron atarfeños, y cuya historia ha quedado silenciada.

Recuerdo ahora con emoción cuando visitábamos las fábricas donde trabajaban las mujeres del textil. Todas sentadas ante sus máquinas, levantaban la cabeza cuando nos veían entrar, vislumbrando un rayo de esperanza y también de temor. Él había repartido los papeles: yo me iría a la sala del taller a hablar con las mujeres, – A mí me dejáis al encargao, pero que Roque entre conmigo no vaya a ser que luego diga que he intentao pegarle. Qué emoción: al salir el Niñico del despacho, las mujeres le aplaudían aún sin saber qué había pasado dentro. Algunas cosas se conseguían, que tenían que ver con las condiciones de trabajo.

En aquellas Huelgas Generales que por entonces convocaban los sindicatos, quedábamos en la Unión Local de CC.OO., de la que fue secretario algún tiempo, de madrugada para organizar los “piquetes” (ahora sería impensable, tanto hemos retrocedido), llevábamos termos con café, alguna botella de aguardiente… El Niñico siempre nos estaba esperando, y nos saludaba diciendo: – Compañeros, lo más difícil ya está hecho.

En su última etapa laboral sufrió el principio de lo que se generalizaría después: el salvajismo de la patronal que no daba de alta a los trabajadores. A la hora del bocadillo, hora sagrada, iba todos los días a la Tesorería de la Seguridad Social, que estaba cerca de su obra, a preguntar si seguía dado de alta. ¡Todos los días! Las trabajadoras ya estaban rendidas ante sus gracias y le esperaban para comunicarle si había alguna “incidencia”. No concebía ir a trabajar sin estar dado de alta y peleaba cada día para no perder este derecho histórico conquistado.

Militante comunista, sabía que con la defensa de las reivindicaciones laborales sin más, no saldríamos de este sistema explotador e injusto para la humanidad, las mujeres, los niños o la naturaleza. El objetivo era cambiar el mundo.

Al Niñico también lo hemos disfrutado por la ternura que emanaba su persona, todo lo humano le dolía, hasta la cosa más insignificante y ese dolor lo expresaba sin vergüenza, llorando a moco tendido, nublando su mirada con lágrimas de tristeza o de alegría, según los casos.

Nada de lo dicho me conforta. En estos casos siempre buscamos justificación para amainar el desarraigo que nos provoca la desaparición de un ser querido.

Quiero decir la verdad, y, parafraseando a Miguel Hernández, “no perdono a la tierra ni a la nada”. Lo primero que sentí al enterarme de su muerte fue que ya nada me quedaba en Atarfe, ninguna tierra donde sustentarme y evitar el desarraigo; saber que existía, que podía encontrármelo en sus paseos por el campo, o cuando hacía los recados para medio vecindario; saber que si de mañana tocaba a su puerta podría compartir con él, y con su familia, unos huevos fritos con ajos y una copa de vino, me permitía seguir confiando en la Humanidad, y me ayudaba a olvidar las batallas perdidas. Ahora será mucho más difícil. ¿Qué haremos sin ti, Niñico?

Carmen Morente

Roque Hidalgo

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