Andaba yo pensando en la situación de Ciudadanos y me ha venido a la cabeza de repente ‘Inés y la alegría’ una de las esplendentes obras de Almudena Grandes, que es una novela de dilemas éticos, de compromiso y de defensa de la libertad.

Resulta curioso ver lo poco que supone para algunos el compromiso, la palabra dada a quienes los votaron en su día. En política, hoy, cabe casi todo. Incluso la indigencia moral que aplican algunos.

En esas estaba, digo, cuando me he dado cuenta de cuán poco dura la alegría en casa del pobre. Y el pobre (o en este caso, la pobre, atendiendo a los votos) es Inés Arrimadas, que pensó que podía dar un viraje al timón de Ciudadanos en un momento en que andan en mitad de una guerra interna que va más de sillones que de ideología. España, es bien sabido, ha sido casi siempre (cuando hemos tenido democracia, evidentemente) un país bipartidista: de izquierda y de derecha, de PSOE y de PP. Et tout le reste est silence, parafraseando a Verlaine y su concepción de la poesía que, en ocasiones, tiene algo de política personal e intransferible. Por eso, la función de UCD en la primera democracia y de Izquierda Unida después, ha sido tan compleja en el esquema rojos/azules que este país no acaba de superar. Recuérdese aquel tiempo ya lejano en que Podemos intentó sin éxito arrebatarle el lugar en la izquierda al PSOE. O cuando Vox intenta acaparar el espacio de la derecha que históricamente ha ocupado el PP. Los extremismos, claro, siempre buscan ampliar su nicho de voto, unas veces con más éxito que otras.

Es lo que sucede con Ciudadanos, el partido que llegó cargado de ilusión como una UCD resucitada, liderado en un primer momento por el primigenio Albert Rivera, el chico aquel que durante un tiempo fue esperanza para muchos pero, poco a poco, fue olvidándose de los orígenes y convirtiendo el proyecto en otra cosa en la que primaba la soberbia y la ambición sobre el ideario fundacional. Y entonces, tras el batacazo que supuso pasar de 57 a 10 diputados, Rivera dimitió porque administrar una catástrofe sólo es apto para valientes; así llegó Inés Arrimadas desde Barcelona, buscando volver a equilibrar la balanza porque no es mala cosa apriorísticamente un espacio de centro. Arrimadas aportaba el prestigio de su gestión en Cataluña, pero, golpe a golpe, fue perdiendo la credibilidad, entre otras cosas porque en ese momento el partido era ya un reino de taifas al estilo de qué hay de lo mío. Y cuando hay poco que repartir, la gente empieza a ponerse nerviosa, a perder los papeles y a agarrarse al cargo como si fuese el último salvavidas del Titanic. Dicen los tránsfugas murcianos que lo hacen por responsabilidad, pero a veces se antoja que es más por pánico a perder el estatus. O a la falta de palabra, porque si un día se comprometieron con su lideresa y al siguiente se retractaron es que no son precisamente confiables. Para nadie. Por eso, cuando Arrimadas ha intentado ejercer de guía, montar una estrategia que la distancie del PP que ya habitan muchos de los antaño suyos, era ya tarde. Tarde para recuperar el espacio perdido, tarde para tomar el control. Tarde para la alegría.

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