Lunes diecisiete y este sol de mayo abrasando las plazas. Las palomas se esconden en los plátanos últimos de Puerta Real y las gentes caminan presurosas detrás de una mascarilla que protege de la angustia.

En los últimos años han pasado muchas cosas en este país: desde aquel 15- M, que llenó este país de esperanza, hasta hoy la vida se nos ha vuelto del revés a la mayoría de la ciudadanía; de la ilusión de una oportunidad de cambio, pasamos a una crisis, y de ahí al silencio que vino abrazado a la muerte de un 2020 que nos ha dejado huérfanos de amor y sosiego.

Hoy, algunos vivimos con preocupación la realidad de una pandemia que está asfixiando esta ciudad y a sus gentes; lo cual que hay que empezar a defender también la economía de nuestra tierra, con precaución, guardando las medidas de seguridad, porque la muerte nos sigue rondando en este aire cada vez más caliente acompañando a un cielo azul que es inmensidad dormida, sin pájaros que lo surquen. También la gente tiene ya ganas de volver a viajar, de marcharse al extranjero, no sólo de ocupar las terrazas que desde que se acerca el mediodía se van llenando y eso es más preocupante porque hay que defender lo nuestro primero, el pan propio, nuestros espacios.

También los pájaros se han ido con su canto a otra parte, seguramente a las amplias alamedas, las choperas esas que envuelven los fragmentos de vega que aún no ha destruido la mano codiciosa del hombre. Esa es mi esperanza: que no se alejen mucho para alegrar con su canto y sus vuelos menudos, pequeños y gozosos a los niños de hoy, esos que no distinguen a un ruiseñor de un gorrión; ni una paloma torcaz de una tortolica, como aquella del romance de Fonte-frida, que estaba viuda y con dolor. Claro es, que tampoco se recuerdan ya los romances, los jóvenes están cautivos en un tiempo nuevo, ése donde no cabe la memoria de nuestra tradición y nuestra cultura; donde no se concede el reposo para ese turismo interior que, sin movernos del sitio, nos lleva a lo más hondo de nuestra alma; a hablar con nosotros mismos sin prisa, sin hacernos un selfie a medio camino para venderle a los demás una vida de cartón-piedra. “Que por mayo era, por mayo,/ cuando hace la calor,/ cuando los trigos encañan/ y están los campos en flor;/ cuando los enamorados/ van a servir al amor./ Sólo yo, triste y cuitado,/ vivo en aquesta prisión/ sin saber cuándo es de día/ ni cuándo las noches son,/ sino por una avecilla/ que me cantaba al albor./ Matómela un ballestero,/ déle Dios mal galardón”, decía el “Romance del prisionero”, aquel que me enseñaron cuando todavía no era tarde para mí y que trato de acercar a las nuevas generaciones buscando que no se conviertan en una mera copia de su instagramer favorita, siguiendo sus pasos, imitando sus gestos. A la gente le falta encontrarse a sí misma, lograr su paz interior para sentarse machadianamente simplemente a mirar pasar la vida, porque ese existir exclusivamente de cara a la galería tendrá consecuencias. Ojalá no tengan que decir, como el poema de Rosales, que han vivido “sabiendo que jamás me he equivocado en nada,/sino en las cosas que yo más quería”.

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