Granada y un verdor que ilumina la tarde de lluvia perfumando de arrayán y hierbabuena los caminos que descienden de La Alhambra. Granada y un suspiro, tan frágil como el aleteo de un gorrioncillo, capaz de desvanecerse entre callejas estrechas, ésas que son piedra y el tiempo las inunda de recuerdos.

Granada y don Alhambro, recién llegado de Inglaterra (otra vez) para degustar los matices del agua en los atardeceres lentos, con noches de luna clara y un temblor de azahar en la primavera de cierre de mayo; para sostener la tradición de nuestra melancolía serenamente aletargada, despertarla y traerla de la mano, con la esperanza de alcanzar a comprender los mecanismos de reloj que mueven la idiosincrasia granadí, tan rotunda algunas veces como una reflexión ganivetiana: “las verdades de los hombres tienen que ser como piedras y los cargos que ejercen, como cántaros: pase lo que pase debe romperse el cántaro”.

Lo cual que Granada, color, letargo y brisa que roza las torrecillas pero no a las gentes, llega un momento en que se despereza lentamente y, poco a poco, se alza con aquella aspiración antigua a vibrar. Porque Granada no vibra, ni se agita ni se emociona salvo en contadas ocasiones pero esos momentos suceden misteriosamente cuando menos se lo espera uno. Porque para saber cuándo va a vibrar Granada, cuándo ha de producirse el mágico suceso, hay que aprender a mirar y a escuchar, a ver y a oír con espíritu de poeta cauto y de alfarero de horas perdidas. Por eso normalmente resulta una sorpresa que alcanza a las mayorías como un rayo; que obliga a tomar conciencia de que hemos avanzado un paso y no hay posibilidad de marcha atrás. Es, evidentemente, tal vez un paso pequeño, casi imperceptible para el ojo humano no avisado, porque, como decía Federico, aquí el tiempo se dedica a “beber agua, girar sobre el eje del bastón y mirar el paisaje”. Salvo cuando se producen estos pasos chicos de minué galante, pero que pueden terminar en una petenera, triste, negra, y honda. O en un duelo a navaja cuando el alba enciende el Albaicín. No se sabe bien nunca en qué, porque ahí reside el misterio, la modulación de la historia, pero lo que está claro es que algo va a suceder, sea una racha afilada de viento que atraviese Valparaíso y trastorne las veletas de los campanarios o que se desborde un arroyo. Pero, conste: sólo ocurre únicamente cosa. Nunca las dos, porque como se explica en la lorquiana ‘Historia de este gallo”, evidentemente dos y dos nunca son cuatro. Exclusivamente son dos y dos, sin alcanzar nunca a fundirse, aunque nosotros no lo sepamos de primeras porque es un secreto. Y aquel gallo azul inmensidad, azul eterno de cielo limpio de nubes, regresa, como cuando entonces, augurando una aurora de fuego y agua limpia de cristal en las albercas antiguas. Así, de esta manera, el gallo-duende roza los cipreses con las coberteras de cola para anunciar su retorno y alborota de pronto a las almas yacientes con sus quiquiriquíes transparentes, sus picotazos inesperados y sus matemáticas insondables para el foráneo, pero auténticamente nuestras, propias de la idiosincrasia de la tierra, del sabor del agua de las fuentes, del rumor de las campanas de las Angustias. Es en ese instante cuando se hace el silencio.

.foto: http://cielosynubes.blogspot.com/2010/10/granada-bajo-la-lluvia.html

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