Es obvio que trece años de cárcel para un delito incruento que perseguía una finalidad política todo lo desviada y perversa que se quiera es una desmesura

Celebradas las elecciones catalanas, el clima provocado por la manifiesta rivalidad entre las dos grandes opciones nacionalistas —la posconvergencia reaccionaria controlada por el huido Puigdemont y el republicanismo de izquierdas más templado y racional pero urgido por la presión independentista del contexto— y por la escabrosa literalidad de los acuerdos y programas sobre los que se sostiene el nuevo gobierno presidido por Aragonés, envuelve en grave dificultad cualquier intento negociador encaminado a relajar la tensión entre el soberanismo y el Estado y, en última instancia, entre la Generalitat y La Moncloa.

El PSOE y consecuentemente el PSC de Salvador Illa —que tiene ahora la fuerza moral de haber ganado las elecciones— han mantenido constantemente el criterio de que hay que hay que abrir esa fecunda vía de negociación que permita un retorno gradual a la normalidad de Cataluña, aún muy alterada en lo político, lo económico y lo social por las consecuencias penales de aquel dislate. Pero las opciones que maneja el soberanismo no son ni siquiera dignas de ser tomadas en consideración: las exigencias se reducen a la amnistía y al ejercicio del derecho de autodeterminación mediante un referéndum pactado. Este es al menos el discurso, y no hay manera de saber por ahora si bajo él existe una disposición más flexible a rebajar los techos inalcanzables de la utopía.

La amnistía, expresamente vetada por la Constitución española, constituiría una agresión inimaginable al Estado de Derecho, cuyas leyes son en todo caso vinculantes. Tal figura solo es concebible en las transiciones entre regímenes autoritarios y democráticos, como una especie de pacto de olvido excepcional y en todo caso de dudosa eficacia tanto política como moral (en España recurrimos a la amnistía para zanjar el desentendimiento civil y poner las bases pactadas de la Transición). Descartada, pues, la amnistía, cabría en ciertas condiciones la concesión de indultos. Las medidas de gracia no borran el delito, simplemente reducen la pena con criterios morales y políticos.

Es obvio que trece años de cárcel para un delito incruento que perseguía una finalidad política todo lo desviada y perversa que se quiera es una desmesura

La concesión del indulto, regulado por una vetusta ley del 18 de junio de 1870, no es incondicional ni arbitraria, y requiere informes no vinculantes del tribunal sentenciador y de la fiscalía que, como cabía imaginar, son negativos. El Tribunal Supremo, lógicamente, se ha reafirmado en su posición de dureza, que plasmó en la sentencia por unanimidad y que desembocó en penas de hasta trece años por sedición y malversación de fondos. El alto tribunal, sin embargo, se ha excedido en su función y entra a opinar en asuntos políticos que no le conciernen, como por ejemplo el de si las penas son o no desproporcionadas. Es obvio que trece años de cárcel para un delito incruento que perseguía una finalidad política todo lo desviada y perversa que se quiera es una desmesura, y así lo entienden, por ejemplo, todos nuestros socios y amigos europeos y muy probablemente el Tribunal de Estrasburgo que antes o después se pronunciará sobre el caso. De hecho, cualquier recurso contra los indultos, que habría que presentar ante la sala tercera del TC, de lo contencioso administrativo, debería versar más sobre cuestiones de forma —la motivación precisa y detallada de la medida— que de fondo. Con el único limite legal de que, al haber sido negativo el informe del tribunal sentenciador, el indulto debería ser por fuerza parcial y no total.

Más allá de estas disquisiciones jurídicas, es claro que el indulto es una medida gubernamental de contenido político, y muchos piensan que sólo cabría aplicarla si previamente los solicitantes de la gracia manifestasen su decidida voluntad de no volver a delinquir. En otras palabras, y siempre utilizando criterios políticos, cabría el indulto ante una actitud insurreccional si los insurrectos aceptasen defender sus tesis ideológicas por medios legales y pacíficos. El “lo volveremos a hacer” que esgrimen provocativamente los líderes de ERC y de JxCat dificultan evidentemente el indulto, que soliviantaría a una ciudadanía que ya ha sido muy paciente hasta ahora. De otra parte, la situación se complica después que, al formarse el nuevo gobierno de coalición en Cataluña, tanto la consellería de Justicia como el control de prisiones, que estaban en manos de ERC, hayan pasado a depender de JxCat.

La otra vía de distensión que se ha puesto sobre la mesa es la reforma del Código Penal para reconsiderar el delito de sedición y las penas que acarrea. Como es conocido, aunque el Tribunal Constitucional ha convalidado la sentencia impuesta por el Tribunal Supremo a los procesados del 1-O —penas exorbitantes, insisto—, los magistrados José Antonio Xiol y María Luisa Balaguer emitieron votos particulares en los que consideraban desproporcionadas las sanciones. Dicho voto particular podría servir de argumento a los reformadores del Código Penal —Justicia ya está trabajando en un proyecto de ley— e incluso influir en una sentencia del Tribunal de Estrasburgo, que ya desmontó en su día la ‘doctrina Parot’, con la que podría establecerse alguna analogía. De cualquier modo, la reforma del CP, que obligaría la Supremo a recalcular las penas, se desarrollaría mediante un proceso largo de final indeterminado, dentro de varios años, más allá incluso de la actual legislatura.

La solución real estriba en una combinación de una clara rectificación del soberanismo, que no puede pretender que en el contexto occidental se produzca un referéndum de autodeterminación —y que nadie ponga el ejemplo del Reino Unido, que es singular y excepcional—, con la aplicación prudente de medidas de gracia que acorten la sanción de los condenados. Si no se ve así y se opta por las demandas desaforadas, el problema, sencillamente, podrá dejar de tener solución pacífica. Los indultos son una medida valiente, y la determinación de aplicarlos, arriesgada y costosa. Nadie entendería que este sacrificio socialista no reviera del otro lado la disposición a recoger el guante y emprender una honrada y posibilista negociación.

Nota bene: el argumento sugerido por el Supremo de que el Gobierno podría tener interés directo en los indultos (serían autoindultos) porque sus beneficiarios contribuyen a su estabilidad parlamentaria es una falacia. El actual gobierno de coalición PSOE-UP no necesita a los nacionalistas para mantenerse hasta las elecciones porque no existe una opción alternativa capaz de presentar una moción de censura exitosa. El Gobierno Sánchez podrá sacar adelante más o menos iniciativas parlamentarias según los apoyos que reciba en cada caso, pero su estabilidad y perdurabilidad no peligra en absoluto.

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