Una guerra, la de las redes sociales, no se acaba porque uno abandone la batalla.

Hace unas semanas, cuando Ada Colau anunció que dejaba Twitter, nos sumergimos en un debate que, quizás, hayamos cerrado de manera falsa y apresurada. Cabe recordar que la alcaldesa de Barcelona esgrimía, en su carta de despedida, tres  motivos principales para motivar tal decisión: la falta de debates reales, de un intercambio de opiniones razonadas y ordenadas, y su sustitución por mensajes que intoxican e incitan al odio; lo que ella misma presentó como “la tiranía de la presencia permanente”. Es decir, la necesidad de entrar en toda aquella noticia, discusión o disputa a la que seas llamado, y la creación de una cierta atmósfera artificial en dicha red. Una forma de relacionarse, de ser, que ha saltado, inadvertidamente, desde Twitter a la vida real y que ha acabado por influenciarlo todo.

Tras ella, muchas otras personalidades anunciaron también su marcha, ya sea por solidaridad o por compartir sinceramente su punto de vista sobre el funcionamiento de la red. Para mí, todas estas razones se resumen en una, también esbozada, aunque de forma condicional, por la propia alcaldesa: “Que la red y el algoritmo acaban  ocupando mucho tiempo. Y encima la sensación es que deforman la realidad: sobrerepresenta las polémicas y el discurso del odio, te acaba casi convenciendo de que la humanidad es mala, desconfiada, egoísta”. Mi hipótesis es que es precisamente esta la función principal que está desempeñando, hoy día, Twitter, pero no como una sensación, como un casi convencimiento, sino de forma real y, sobre todo, consciente. Sin embargo, no creo que la decisión más adecuada al respecto sea dejarla, marcharse, sino entender cómo funciona, cómo se generan estas polémicas y discursos para poder gestionar el tiempo que se le dedica y enfrentarlos mejor. Una guerra no se acaba porque uno abandone la batalla. 

Las conciencias colectivas pueden ser generadas ofreciendo resistencias, debatiendo, creando nuevos relatos y recuperando antiguos, no solo en las redes sociales, sino en el escenario por excelencia del combate social, la calle

Cómo se conforman y difunden opiniones

Las primeras aproximaciones desde las ciencias sociales a los modos en que se conforman y difunden las opiniones son casi tan antiguas como el origen mismo de la sociología. Habría que situarse en la vieja polémica masa/multitud vs. público que enfrentó a dos de los padres fundadores de esta ciencia: Emile Durkheim y Gabriel Tarde. Para el primero, la mera agrupación de diversos individuos elevaba sus conciencias individuales y las transformaba en algo más, en algo diferente, una razón colectiva que obedecía a sus propias leyes; un ser orgánico y social que actuaba con una mente propia y diferenciada. Tarde, sin embargo, se ponía a tales apreciaciones. Para él, una masa, una multitud, no perdía nunca la conciencia individual, la mente, de sus diferentes átomos conformantes. No existía una conciencia externa a la misma, ni leyes que hacían que ésta tuviera un determinado comportamiento. La efervescencia social de Durkheim venía explicada por Tarde por aquello que él denominó las Leyes de la Imitación, esto es, microprocesos, acciones reversibles, relaciones asimétricas que pueden ser directas o indirectas, voluntarias o involuntarias, conscientes o inconscientes y que se transmiten entre los individuos. Es su repetición lo que le da un carácter estable y, a su vez, genera procesos de socialización. No obstante, esta repetición no deviene en conciencia colectiva, sino que, al contrario, reafirma y crea la individualidad. Para Tarde, esta imitación/repetición genera una especie de “sonambulismo”, en palabras del propio sociólogo, lo que quiere decir una pérdida de la identidad individual, de la racionalidad. En este sentido, la propuesta de Tarde entronca con La psicología de las masas de Gustave Le Bon, conjuntos humanos a los que únicamente era posible calificar mediante adjetivos negativos y estigmatizadores, muchas veces relacionados con el género femenino –para Le Bon, las masas eran como las mujeres histéricas—. 

Dicho todo esto, se puede entender que las propuestas de un liberal-conservador como Gabriel Tarde se centraban, precisamente, en evitar la generación de masas, de multitudes a las que él veía como un estadio evolutivo inferior al del público. Este, para el sociólogo francés, era una multitud dispersa, esto es, un conjunto de personas sin coincidencia en el espacio y en el tiempo, en la que la mutua influencia, esto es, las leyes de la imitación, actuaba a distancia. Esta separación, que no era más, como bien señala el sociólogo Artemio Baigorri, que un ejemplo del gran medio burgués a las masas, permitía a las mentes más preclaras y cultivadas imponerse sobre un conjunto de individuos conformado por “gentes honestas”, de nuevo en palabras de Tarde, que leían periódicos y libros escritos, precisamente, por y para la minoría intelectual de la época. La posibilidad de controlar el mensaje evitaba, además, el paso de este público a masa, es decir, del control al descontrol de grupo sociales completos. Sin embargo, los periódicos, así como el resto de publicaciones, solo eran una vía más, y de hecho pequeña, en la que se podían difundir las ideas, introducir el control. La mayor parte de las mismas se expandían conforme otro de los elementos que estudió Tarde: la conversación.

Para Gabriel Tarde, la conversación era un síntoma de civilización. Este padre de la sociología notó, además, que ésta se volvía cada vez más rápida, más apresurada, en una observación en línea con la propuesta de Marx sobre la aceleración de la velocidad de circulación del capital como elemento distintivo del capitalismo moderno. Esta velocidad conllevaba, por otro lado, que se fueran dejando de lado los debates serenos y conscientes y se diera una mayor importancia al mero intercambio de información; un intercambio que, además, podía analizarse según las leyes de la imitación. Las ideas de las conversaciones se daban —y debían darse— por la imitación del inferior sobre el superior, es decir, por la clases sociales bajas —obreros y campesinos— sobre las superiores, la élite intelectual y burguesa de la época. Las propuestas de Tarde no pueden separarse de su visión conservadora y liberal, sus propuestas conducen todas a evitar, de distintas formas y mediante diferentes instrumentos, a la conformación de masas, a un conjunto de seres sonámbulos e histéricos mediante la mediación en la transmisión de la información, la generación de los debates, de arriba abajo, desde una clase social a otra. Todo esto ha desaparecido en la era de las redes sociales.

Las teorías de Tarde no se han cumplido, no porque la burguesía haya perdido el poder, sino porque ésta ha cedido el asiento del piloto a una masa enfebrecida de individuos que solo buscan enriquecerse en el mejor de los casos

La extinción de los mediadores

Si algo nos ha traído la popularización y la democratización del acceso a internet ha sido la desaparición, la extinción podríamos decir, de los mediadores. Todos y cada uno de nosotros tenemos acceso a la gran conversación que es Twitter, Facebook, Youtube o Reddit, pero también a la blogosfera y al sin fin de publicaciones de uno y otro tipo y temática que permite internet. Esta conversación global que, como decía Tarde, “solo podrá tener lugar entre iguales” ha devenido, como no podía ser de otra manera, en una selva donde impera la ley del más fuerte. La sustitución de unos mediadores por otros –digamos, de El País o el ABC a tuiteros reconocidos o blogueros famosos, como Javier Negre o Antonio Maestre, y medios de comunicación financiados y apoyados por la extrema derecha, como La Gaceta de la Iberosfera, pero también la aparición de supuestos emprendedores, oportunistas y spin doctors de nueva creación, ha roto con los esquemas tardianos de la creación de un público racional y superior capaz de elevar la moral de las clases bajas y, a la vez, formarlas.

Ahora es mucho más importante conocer oportunamente el algoritmo que posibilita la expansión, la viralidad, de los mensajes, que la idea misma a transmitir. Solo así es posible transformar ese público en una masa informe que actúa, como señalaba Ada Colau, en función del carácter del líder de opinión, intoxicando, insultando o, simplemente, contribuyendo a expandir mentiras, bulos e ultrajes. En Antisocial, La extrema derecha y la libertad de expresión en internet, su autor, Andrew Marantz, lo explica muy bien cuando señala que “Twitter no se concibió como un patrón fiable […] la plataforma no reflejaba objetivamente los pensamientos y opiniones de todos […]. Lo que Twitter en realidad reflejaba era la interacción: qué memes generaban, en un momento dado, las emociones más activadoras. Esto significaba que la plataforma sobrerrepresentaba la controversia […], que los troles y otros macrofocalizadores podían generar de manera intencionada pseudoescándalos casi siempre que quisieran […], la amplitud nunca se distribuía de manera equitativa”. 

Las teorías de Tarde no se han cumplido, no porque la burguesía haya perdido el poder, sino porque ésta ha cedido el asiento del piloto a una masa enfebrecida de individuos que solo buscan enriquecerse, en el mejor de los casos, pero que, en otros, actúan sin conciencia, ideología perfilada o, simplemente, por pura motivación xenófoba o antisocial. Sin embargo, y como decía al principio de este texto, la solución no es dejar en sus manos la creación de masas de sonámbulos, sino pelear porque éstas no se creen y caigan en manos de una extrema derecha que, como decía Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne, “a veces solo quieren ver el mundo arder”. Tarde no tenía razón en que las masas no conforman conciencias colectivas superiores. Éstas pueden ser generadas ofreciendo resistencias, debatiendo, creando nuevos relatos y recuperando antiguos, no solo en las redes sociales, sino en el escenario por excelencia del combate social, la calle, un escenario que estos pilotos no conocen y no pueden controlar. 

José Mansilla   Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (OACU)
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