Enhiesto surtidor de sombra y sueño que amenaza al cielo con su lanza, así definía Gerardo Diego al ciprés de Silos,  compañero de silencios y reflexiones, en un soneto deslumbrante de la lírica española.

Yo no sé por qué los cipreses, en demasiadas ocasiones, se han antojado arboles tristes, pero su voluntad de alcanzar el infinito azul con sus copas, esa capacidad de acompañar golondrinas en su vuelo, de ser hogar de gorriones que cantan en la tarde que languidece, me hace percibirlos cercanos, sabedores del misterio que supone el tránsito entre la vida y la muerte. Por eso no concibo las razones por las cuales los cipreses del cementerio de un pueblo granadino han sido derrotados, no por el tiempo o el infortunio, sino por la mano culpable del hombre que, en vez de buscarles una ubicación idónea, ha cortado de raíz el verdor necesario de su amparo, esa escrupulosa lealtad de paz y de sosiego que completa el lugar definitivo. Por eso hoy me conmueve su tristeza de savia derramada, ese desvelo de los pájaros sin nido y la soledad de los muertos que pierden camaradas de décadas, la sombra sobre el mármol de la tierra que los cobija en los días en que el sol es una lámina incandescente que abrasa lo que roza. Ya no tendrán otra primavera, ni brotes primeros, ni nidos de golondrinas, ni un color de tristeza serena que perpetúan nuestros ojos al acercarnos al recinto. Nada. El camposanto ahora es un secarral desnudo de esperanza, ajeno a la paz que trasminaban al marmóreo suelo y a quienes tienen la oportunidad de visitar con frecuencia a sus difuntos.

No es un caso excepcional. La ausencia de sensibilidad con los árboles se ha convertido ya en una constante en una sociedad donde la protección del medio ambiente no está entre sus prioridades verdaderas, tal vez porque no reporta dinero, ni existe un nicho de votantes suficiente capaz de remediar, cada cuatro años, la torpeza supina de ciertos gestores públicos que practican la inconsciencia de quien no percibe siquiera el valor de lo importante y se deja llevar únicamente por la soberbia, como la engreída Reina de Corazones de Carroll, que perpetuamente exigía que, a quien la contrariaba, se le cortara la cabeza. A estos cipreses los han arrasado sin ninguna contemplación, esperando tal vez que nadie se percatase de su ausencia. Como si quien visita a sus muertos tuviese el mismo grado de indiferente displicencia que ellos practican. Por eso tratan de apagar la polémica, de cortar por lo sano, acusando a los pobres cipreses de haber invadido las tumbas, de no dejar descansar en paz a los finados enroscando sus raíces en las sepulturas. Sanearlos por lo visto no era una opción para tales gestores, lo suyo era practicar la brutalidad de convertir en leña -o acaso en serrín, tanto da- el porte de los ‘cupressus sempervirens’, de cuatro décadas. Y no se han dado cuenta, ay, de que  con este comportamiento bárbaro son ellos quienes perturban la quietud, ese silencio recogido que acompaña al último destino. De que lo han despojado de parte de su dignidad, del decoro que debe guardar un espacio de respeto y memoria. Ahora sólo falta que cubran también de cemento los huecos de los  árboles para completar la estulticia de su valiente hazaña.

 

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