Si nos remontamos a la época de mi adolescencia y juventud, en la década de los 60 del siglo pasado, el sexo era un tema tabú del que ni siquiera se podía hablar.

Mientras en las pantallas españolas se censuraba un simple beso, los españoles viajaban a Perpiñán para ver películas eróticas. Hoy hemos pasado al extremo opuesto. Todo está sexualizado. El neoliberalismo ha encontrado en el sexo un filón que hay que explotar. Y las sociedades modernas han entrado al trapo. Una característica de ellas es la hipersexualidad. Nos han hecho creer que la persona vale en función del deseo sexual que despierta. Y, por tanto, hay que gastar ingentes cantidades de dinero para conseguir tal objetivo. 

El culto al cuerpo se ha convertido en un signo de nuestro tiempo. Para triunfar debemos tener cuerpos perfectos. Los centros de belleza y cirugía estética proliferan como las setas para conseguirlo. Prometen esculpirnos el cuerpo como si estuviese compuesto de materiales moldeables a nuestro gusto. Por este empeño en conseguir cuerpos maravillosos podemos pagar precios demasiado altos. Existen enfermedades asociadas a ello, tales como anorexia, bulimia, vigorexia o dismorfofobia. Incluso podemos perder la vida, como hemos visto recientemente con la muerte de la joven de Cartagena. No aceptamos que la arruga y el envejecimiento son procesos normales que afectan a nuestro físico. Y parte de la felicidad radica en aceptarnos como somos, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Si nos obsesionamos con nuestro cuerpo siempre le encontraremos desperfectos que trataremos de eliminar como sea. Y la propaganda consumista nos lo recuerda constantemente. Mientras tanto, estamos olvidando el alma, donde se asientan los valores más nobles y trascendentes que puede albergar el ser humano. Si sólo valoramos a la persona por su apariencia o por su fachada, y no por su interior, no nos puede extrañar que las consultas de los psicólogos estén tan demandadas con problemas de frustración o trastornos de la personalidad.

La vida es un proceso. Un río que sigue su curso fluvial hasta llegar a su destino. Y sabe que su destino es el mar. El nuestro es el envejecimiento y la muerte. Asumámoslo así.

 

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