En este contexto, la celebración del 8 de Marzo cobra un especial significado este año porque supone la ocasión para reivindicar algo muy básico, en la raíz de nuestros sistemas democráticos, y por ello, radical: la igualdad entre hombres y mujeres

Desde el pasado jueves 24 de febrero, cuando las tropas rusas comenzaron a invadir el territorio de Ucrania, estamos viviendo experiencias propias del terrible siglo XX en pleno siglo XXI. Cuando creíamos que los imparables avances tecnológicos y científicos nos habían situado en el camino hacia un futuro más prometedor, aumentando nuestras capacidades para combatir los males que nos amenazan globalmente como la pandemia y el cambio climático, y que podíamos proyectar respuestas a los cambios disruptivos que plantean las nuevas realidades de este siglo como la inteligencia artificial o la neurociencia, la guerra injusta que ha provocado Vladímir Putin nos ha obligado a defender el valor civilizatorio fundamental: la paz.

En Europa, este ataque a la soberanía de un Estado vecino ha hecho que todos, unitariamente, reivindiquemos los valores esenciales del proyecto europeo y la necesidad de preservarlos frente al intento brutal de romper nuestro modelo de convivencia en paz, libertad e igualdad. De hecho, la fuerza de Europa está en la unidad en la defensa de los valores que compartimos. Valores que proclaman la igual dignidad y respeto de todas las personas, con independencia de cualquier circunstancia personal o social, y que impulsan a nuestras sociedades a alcanzar cotas más elevadas de bienestar y justicia.

En este contexto, la celebración del 8 de Marzo cobra un especial significado este año porque supone la ocasión para reivindicar algo muy básico, en la raíz de nuestros sistemas democráticos, y por ello, radical: la igualdad entre hombres y mujeres. En un día como este podemos celebrar los logros, que han sido muchos, sin duda; podemos denunciar la persistencia de obstáculos y barreras en el camino hacia una real y efectiva igualdad; podemos señalar las metas a las que aspiramos, hombres y mujeres, para construir una sociedad más justa e inclusiva; pero, sobre todo, podemos defender uno de los consensos fundamentales de nuestra democracia: que todas las personas, hombres y mujeres, no solo tenemos los mismos derechos, sino que debemos tener las mismas oportunidades para desarrollar plenamente y sin renuncias impuestas nuestro proyecto de vida.

La pervivencia de prejuicios irracionales sobre la condición femenina, sobre sus capacidades físicas e intelectuales, sobre sus aptitudes ‘naturales’ o sus funciones características vinculadas, en general, con todo lo doméstico, ha determinado que la desigualdad que sufren las mujeres se extienda a múltiples ámbitos de la vida. La discriminación por razón de género es una discriminación estructural que impide que las mujeres puedan ejercer plenamente, y en iguales condiciones que los hombres, sus derechos. Las menores posibilidades de autorrealización personal del género femenino no se deben a «la mala suerte» o a las elecciones o preferencias de las propias mujeres. No. Las mujeres experimentan múltiples formas de exclusión y cargas desiguales que están arraigadas en las reglas, organizaciones y decisiones sociales.

Nuestra Constitución no ha sido insensible a la persistencia de esta discriminación estructural en nuestra sociedad y por eso demanda de los poderes públicos que adopten medidas y emprendan acciones con el fin de corregir una situación de desigualdad de origen histórico y que trae causa de tradiciones y hábitos profundamente arraigados en la sociedad. Los constituyentes abogaron así por una concepción sustantiva de la igualdad que no se limita a la igualdad formal y que nos obliga a mantener un espíritu crítico frente a cualquier situación de privación e injusticia.

Frente a este designio constitucional, asistimos en los últimos tiempos a un intento de quebrar ese consenso y cuestionar el carácter compartido de los principios en los que se sustenta. Ese es uno de los mayores riesgos para la realización del ideal constitucional de igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres. Es un riesgo que nos advierte de que el camino hacia la igualdad no es inexorable, sino que requiere un esfuerzo continuo, mantener la crítica a las relaciones de poder basadas en el género y proseguir la lucha para derribar obstáculos y cerrar brechas.

Según el último Índice Global de Brecha de Género publicado por el Fondo Monetario Internacional, al ritmo actual las diferencias de género en el mundo económico, educativo, sanitario y político en los países de Europa Occidental tardarían en cerrarse 52 años. Para el conjunto de las regiones, el horizonte se sitúa más allá de los 100 años. No podemos esperar tanto. Tenemos que evitar que nuestras hijas renuncien a sus sueños de manera prematura, simplemente por el hecho de serlo. Tenemos que trabajar para que nuestras hijas y nuestros hijos puedan vivir en una sociedad más justa e igualitaria.

Defender la vigencia de los valores que alumbraron nuestra concepción democrática del mundo es hoy más necesario y urgente. Afirmaba Condorcet en un famoso artículo sobre la admisión de las mujeres al derecho de la ciudadanía que «o bien ningún individuo de la especie humana tiene verdaderos derechos o bien todos tienen los mismos; y el que vota contra el derecho de otro, cualquier que sea su religión, color o sexo, ha abjurado de los suyos a partir de ese momento». Es una advertencia que no debemos olvidar.

MERITXELL BATET Presidenta del Congreso de los Diputados

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