Nadie nos contó que aquellos momentos era irrepetibles, que vivir no son sólo las horas que vienen, sino también las que se van yendo despaciosas como las olas del mar.

Por los senderos del tiempo ido se han ido marchando las voces, son un eco en la memoria que resuena bajito cuando atardece y la primavera, de tan verde, traspasa mi ventana. Los mirlos se dejan ver algunos ratos y en su negror se advierten las huellas del pasado, de una vida adulta que ha ido perdiendo la inocencia y enraizándose en la prisa de acertar con las palabras, las exactas para decir lo que conviene. Pero antes fuimos niñas traviesas que corrían por los campos con sus juegos ingenuos; y, más tarde, alegres muchachas que miraban en la noche la fugacidad de las primeras estrellas, buscando la respuesta de un nombre y un rostro en su blancor parpadeante. Yo lo sé, lo recuerdo vivamente, cuando han pasado los años y, en tardes como esta, mientras llega el penúltimo frío y oscurece mansamente, rememoro el olor de los roscos de mi madre, una imagen de buñuelos y de abuelas o las torrijas mañaneras de mi padre.

Era el ceremonial complementario a la Semana Santa de procesiones y reencuentros. Nosotras, las que éramos entonces, no lo comprendíamos porque los minutos se escapaban de las manos entre lamentos y quejas por tener que ayudar -los rituales sólo se perpetúan si pasan de generación en generación- mientras las amigas jugaban en las eras de rastrojos o buscaban las últimas naranjas en la copa del árbol. Nadie nos contó que aquellos momentos era irrepetibles, que vivir no son sólo las horas que vienen, sino también las que se van yendo despaciosas como las olas del mar. Y hoy que miro para adentro distingo todavía los delantales a cuadros, la limpieza fragante de una madre de manos ágiles mezclando con paciencia ingredientes en el barreño rojo, aquellos moños de abuelas enlutadas y su querella anual, la perenne discusión de si sobraba o faltaba canela, de si se habían pasado con el anís (ay, la yaya) o la cantidad de levadura, antes de echar la masa con la forma perfecta al aceite hirviente de la sartén inmensa. Tampoco se podía olvidar la raspadura de limón (el limonero lunar tenía una cosecha eterna), que eso bien sabían ellas que era el secreto: ni mucha ni poca. La precisa, sin necesidad de medidas. Una vez fritos tocaba endulzar un circulo impecable, el color correcto, el sabor exacto a los del año anterior, y al del otro. Entonces, ya sin nervios, colocarlos en las ollas inmensas para que duraran acaso unas semanas; y más tarde, un ir y venir de puntillas para cogerlos de uno en uno recolocando todo después, procurando no dejar rastro de la glotonería. Y reía la madre cuando nos pescaba con las manos en la cacerola, y la abuela nos auguraba un empacho. Pero éramos niñas, más tarde adolescentes, y teníamos la arrogancia de pensar que todo duraría eternamente: de que en Pascua de Resurrección siempre habría reuniones en la cocina, trasiego de sartenes y que estarían perennemente aquellas mujeres que, sin ser conscientes, iluminaban con sus afanes cada rincón del hogar. Pero nos equivocamos. Y, ahora, cuando la casa es un silencio que se agranda como un grito, la evocación de una época fragante y armoniosa atesorada con nostalgia, sólo nos resguarda la serena esperanza de que otras niñas y niños puedan disfrutarlo, habitar “aquel tiempo feliz que fue la infancia”.

foto : RAFAEL VÍLCHEZ en Ideal

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