Cuando el dolor ha triturado ya el último hueso de mi noche», escribía la poeta chilena Piedad Bonnett, en un verso intenso que retrata a la perfección cómo la poesía se nutre de ese concepto, el dolor, para su arte. Porque lo que hoy vengo a contar tiene mucho de poético.

¿Qué es el dolo

r? ¿Dónde habita? Me pongo así de trascendental porque esta semana publicamos un artículo del psicobiólogo Ignacio Morgado en el que describe una nueva investigación que ha mejorado nuestro conocimiento sobre el lugar donde se esconde el dolor en el cerebro. Y eso nos ayudará a combatirlo, dice Morgado:

«Nada en la vida resulta más placentero y gratificante como el alivio del dolor, sobre todo cuando es intenso y duradero. Ayudar a quien lo padece debe estar siempre entre los principales objetivos de la ciencia y de una sociedad solidaria».

En este caso, el nuevo estudio centra «los mecanismos del dolor y la analgesia hacia la corteza cerebral», lo que ayudaría a explicar las diferencias individuales en la percepción dolorosa. Porque el dolor es, por definición, algo completamente subjetivo, como me decía Judith Turner, directora del Centro para el Alivio del Dolor de la Universidad de Washington:

“No existe una prueba objetiva que pueda probar o refutar si alguien está experimentando dolor. La única forma en que otra persona puede inferir si una persona tiene dolor es por sus comportamientos verbales o no verbales. Nadie puede saber directamente cómo lo siente otra persona”.

Es fundamental acotarlo para combatirlo. Y para trazar su silueta, no solo hay que localizar dónde se disparan esas neuronas, también hay que describirlo, aunque no es fácil hacerlo. Como en el caso del magistrado estadounidense Potter Stewart, con el dolor nos pasa como con el porno: «Lo reconozco cuando lo veo». Afortunadamente, en medicina hay que ser más concreto. Por eso, hace dos años, los mayores especialistas actualizaron la definición de dolor, por primera vez desde 1979, para adaptarlo a los conocimientos más precisos. El dolor sería esto:

«Una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada o similar a la asociada con daño tisular real o potencial».

La ciencia de la semana

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No sé si el mundo de la poesía comprará esa definición. Toda esa ambigüedad está pensada para ayudar a conquistar la colina de la subjetividad del dolor en personas con malestares que no se manifiestan en daños en los tejidos, como la fibromialgia, o que, como los bebés o las personas con problemas mentales, no son capaces de expresarlo aunque lo sientan. Incluido el dolor emocional, como explicaba fantásticamente Ardem Patapoutian, Nobel de Medicina, en esta entrevista:

«Si piensas en el dolor como una emoción, es similar a otras emociones, como la ira, la tristeza, el amor. Es una sensación en el cerebro, separada del estímulo. Así que puedes sentir dolor sin ningún estímulo, por supuesto, porque el cerebro es muy complejo. El dolor está en el cerebro: puedes sentir dolor en una parte del cuerpo que ya no tienes».

Al margen de estas disquisiciones académicas, el dolor es «la peor experiencia vital», como dice Morgado. Y aliviarlo es un derecho fundamental. Que se lo digan a quienes padecen dolor crónico, o a ese 16% de la población que ha sufrido dolor de cabeza un día como hoy. Ojalá un día, sitiado por la ciencia, desaparezca de nuestras vidas el dolor innecesario y su daño solo brille en los versos de los poetas.

La genetista Serena Nik-Zainal.

La genetista Serena Nik-Zainal. / CRUK CC

  • Entre las cosas que más dolor causan, físico y emocional, está el cáncer, al que hemos dedicado un par de historias importantes esta semana. Por un lado, esta noticia de mi compañera Jessica Mouzo: Las mujeres sufren más efectos adversos tras los tratamientos oncológicos que los hombres.
  • Y esta entrevista a la genetista británica Serena Nik-Zainal: “Nunca llegaremos a vivir sin cáncer, pero sí retrasaremos su aparición”.

EL PAIS

FOTO: BRAIS LORENZO (EFE)

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