Es directora, además, de la Biblioteca Elena Fortún, dedicada a rescatar la obra de Encarnación Aragoneses Urquijo, la verdadera identidad detrás del seudónimo. La editorial sevillana Renacimiento saca a la luz un nuevo texto inédito de la famosa autora, una novela firmada por Elena Fortún y su amiga, Matilde Ras, que también había contribuido a muchas de las ideas sobre la serie de Celia. El pensionado de Santa Casilda forma parte de aquellos libros del exilio, cuando Encarna se encontraba en Buenos Aires juntos a un nutrido grupo de mujeres emancipadas.

«Elena Fortún es mucho más que la autora de Celia, fue una mujer moderna, hija de su tiempo, parte de esa primera generación de feministas españolas con conciencia de grupo, activas antes de la Guerra Civil. Una generación que ve el fracaso de sus ideales con la llegada de la guerra». El seudónimo de Elena Fortún, me explica Nuria, viene de la protagonista de una obra del marido de la escritora, que también era dramaturgo y publicó Los mil años de Elena Fortún. «La novela en sí es aburrida, pero el personaje se parece al Orlando de Virginia Woolf. Va cambiando de sexo, de género y va viajando por diferentes momentos históricos. No es un personaje ortodoxo desde el punto de vista de la identidad».

El safismo madrileño

Junto a Oculto sendero –autobiografía novelada que se publicó hace cuatro años–, El pensionado de Santa Casilda es un texto «armarizado», como lo define la catedrática, en el que la vida de las protagonistas nos va guiando a través de una realidad que esconde y disimula, como la vida misma de la autora. Pero Nuria advierte: «Elena Fortún se esconde a través del personaje y se muestra a través de él, las dos cosas». De hecho, si en la serie de Celia el debate sobre identidad de género era dejado al margen, en las novelas inéditas el safismo madrileño cobra protagonismo absoluto.

La vida cultural madrileña de los años 20 rebosa en cada página del libro, jóvenes mujeres en crisis con su propio género se reúnen en tertulias, teatros de cámara o bares donde merendar. «El safismo madrileño piensa en mujeres modernas y piensa en su disidencia como un espectáculo que hay que esconder y a la vez mostrar. La realidad se convierte en un síntoma de aquello que ocultas». Las dos protagonistas, Ofelia y Trudi, luchan entre la aspiración a ser económicamente independientes y al mismo tiempo anhelan encontrar el amor absoluto.

Y no es difícil entrever en Ofelia la inseguridad de Elena y su pasión por la escritura, así como es imposible no reconocer en el personaje de Trudi a Victorina Durán, escenógrafa muy activa en el Teatro Colón de Buenos Aires, donde las dos se exiliaron. Mientras hablo con Nuria, me hundo en una melancolía sin consuelo: «Desde el comienzo tenía muchas esperanzas en Ofelia, muchas…», sigo repitiendo como una letanía sin fin. Los ojos de Nuria se humedecen junto a los míos: «Tenías muchas esperanzas… Eso que has dicho me parece que es la clave. Ellas tenían muchas esperanzas en 1931, esa es la historia: es el fin de una esperanza, unas esperanzas que se malograron en el 36».

Somos todas lesbianas

Mientras me sentaba frente a Nuria, antes de que la entrevista empezara, había algo que me incomodaba y que a la vez me hacía sonreír secretamente: tenía la sensación de que, al verme, Nuria pensaba que yo buscaba en el libro el reflejo de un lesbianismo oculto y estaba segura de que ella temía lo mismo de mí. El cabello cortísimo de ambas y el argumento de la entrevista no dejaba lugar a dudas. Nos equivocamos. Se hablará mucho, en otros periódicos, de que El pensionado de Santa Casilda es la novela lesbiana por excelencia. No crean a todo lo que se lee en la prensa.

Porque clasificar la novela solamente con la etiqueta de «lesbiana» sería reducir el alcance y la portada de su propuesta y la modernidad de su argumento. Elena Fortún no se dirige solamente a los homosexuales, a los trans o al género no binario, habla a todas las mujeres que creyeron con fervor en el movimiento feminista y que todavía siguen atrapadas en los estereotipos de género. «Aquellas mujeres que sienten que hacen su género mal», confiesa Nuria, «que, por lo general, creo que todas las mujeres lo hacemos mal, yo por lo menos no tengo ningún interés en hacerlo bien. Hay que desestabilizar los patrones, cuestionar el género, no abolirlo».

Si ser lesbiana significa sentirse incómoda con su propio género, aceptar a regañadientes ciertos patrones de comportamiento que la cultura machista nos ha impuesto y que hemos aprendido de nuestras madres, entonces somos todas lesbianas. Pero, sobre todo, somos lesbianas por desear vivir la experiencia amorosa sin preocuparnos de si nuestros cuerpos encajan como otros nos han dicho que deben encajar.