No hay amigo o conocido que no atesore una anécdota o un dicho gracioso del Ronco del Albaicín. Socarrón, de retranca granadina, quienes lo trataron lo recuerdan como una persona sencilla con los pies en la tierra

Enrique Morente era sobre todo granadino y como tal tenía un humor seco, socarrón, con retranca, lleno de ironía. Es muy conocida su expresión: «Estamos vivos de milagro», que utilizaba ante cualquier suceso. Hablaba con cualquiera de tú a tú. Nunca se le subieron los humos ni miraba por encima del hombro. Era solidario con las causas justas y no dudaba en prestar su voz y su persona para el bien social. En cierta ocasión, le preguntaron si había pertenecido a tal opúsculo revolucionario; él dijo simplemente que no le extrañaría.

Era un hombre de a pie. Recorría las calles de la ciudad fijándose en el mínimo detalle. De día, compraba pan en la plaza de la Mariana, de noche, visitaba el Liberia o La Tertulia para tomar algo o para jugar al ajedrez, una de las aficiones que lo relajaban. Su casa estaba siempre abierta y trataba al visitante como a un miembro de su familia. En cierto modo era muy casero. En su estudio leía (sobre todo a los poetas), creaba canciones nuevas o ideaba proyectos futuros (algunos de ellos siguen saliendo a la luz, sobre todo, los creados con sus hijos; muchos otros se han ido con él).

Se consideraba más músico que cantaor, más roquero que flamenco (no solo en el vestir). De hecho, incorporó varias prácticas del rock para enriquecer sus discos, como doblarse a sí mismo o la importancia de los coros. Su voz llena de recursos, potente y afinada (en contra de lo que dijeran sus detractores), fue cogiendo una dimensión ‘aguardentosa’, enronquecida, a medida que avanzaba su poder de trasmisión. Él decía con ese humor anunciado: «Voz bonita la de Camarón, la mía se parece cada vez más a la de mi perro».

Tato Rébora

«Me hacía crecer como persona. Intentaba coincidir lo máximo posible»

Rébora recuerda sus vivencias con Enrique en La Tertulia. / Pepe Marín

Tato Rébora, vestido con su elegante sombrero marrón, no canta, pero habla con una hermosa melodía argentina. Su Tertulia es la de Granada, la sala de estar por la que han pasado los artistas más grandes para sentirse como en casa. «Solía decirle a los camareros que cuando Enrique entrara a La Tertulia, si yo no estaba, que me avisaran para venir. Fuera la hora que fuera. Eso yo no lo hacía con nadie más, ya podía resucitar Gardel que yo me quedaba en casa –sonríe, con mirada cristalina–. Lo hacía por Enrique».

Dueño de La Tertulia y director del Festival de Tango de Granada, Rébora inició su amistad con Morente cuando todavía no era una leyenda. «Al principio, no sabía que era un cantaor de flamenco del relieve que era. Me llamaba la atención la forma en que preguntaba y atendía a las conversaciones. Él percibía que en las charlas de La Tertulia aprendía mucho. Al principio de la noche te hacía una pregunta sobre un tema del que no sabía nada. Al final de la noche, era el que más sabía. Yo suelo decir que Enrique no llegó a ser grande por cantar tan bien flamenco, sino que llegó a cantar tan bien flamenco porque era un hombre genial».

Aquellas noches de Morente en La Tertulia nadie llevaba móvil en el bolsillo y, sin embargo, era entrar él por la puerta y empezaba a aparecer gente. «Enrique cantó pocas veces aquí. Sus charlas eran muy divertidas. Estar con Enrique me hacía crecer como persona, por eso intentaba estar con él lo máximo posible». Rébora, confeso amante del tango, viajó a Argentina varias veces con Morente. «Era un artista promiscuo. Y se enorgullecía de decir que era un flamenco impuro. No como algo peyorativo, sino como un mérito. Le gustaba mucho una frase de Günter Grass: Ninguna cultura puede sobrevivir si bebe sólo de su propia sustancia».

¿Qué pasaría si Morente entrara aquí, ahora mismo? «Con ese humor tan magnífico nos acusaría de estar perdiendo el tiempo por estar en una cosa dedicada a él. Luego charlaríamos mucho. Muchísimo».

Sergio Cuesta

«Era poliédrico; llegó a ser campeón provincial de ajedrez con nuestro equipo»

Cuesta conoció a Morente en una partida de ajedrez en la que no se percató de quién era. / Pepe Marín

Sergio Cuesta tenía 16 años en aquella partida de ajedrez. Jugaba contra su amigo Luis Fernández Siles, en una de sus mesas favoritas, en La Tertulia. La puerta se abrió y entró un hombre con los pelos largos y un grueso abrigo marrón. No había nadie más en la sala. El hombre, muy educado, pidió permiso para sentarse con ellos para verles jugar. «Sí, claro», respondió Sergio. «Al rato pidió jugar una partida. A veces, a los profesionales, jugar con alguien que no lo es les da un poco de pereza. Pero fue tan educado que le dije que sí. La sorpresa fue descubrir que jugaba bien. Jugaba bastante bien». A mitad de la partida, el hombre de abrigo grueso se levantó para ir al servicio. En ese momento, el camarero, Antonio Arjona, se acercó a Sergio y le preguntó si sabía con quién estaba jugando. «Yo le dije que no y él me dijo que era Enrique Morente. Me quedé flipando. Me entusiasmó».

Ajedrecista profesional, cantaor aficionado y, desde aquella partida, amigo de Enrique Morente. Sergio Cuesta tuvo la oportunidad de conocerlo estrechamente, coincidiendo en multitud de ocasiones. «Recuerdo con muchísimo cariño las largas charlas que teníamos con Juan Cruz, profesor mío y amigo de Enrique. Era poliédrico. Tenía todas las virtudes que se pueden tener en la vida. Yo estudié Filosofía y recuerdo hablar con él de ajedrez, de flamenco… de todo. Era una persona muy formada… Son muy buenos recuerdos», resopla, intentado contener las lágrimas.

Cuesta, sentado en aquella misma mesa de cuando tenía 16 años, juguetea con las piezas de un ajedrez que lleva en La Tertulia desde aquella misma época. «Hay una cosa que no está recogida en ninguna biografía. Enrique fue campeón provincial de ajedrez con nuestro equipo, el equipo de aquí, el de La Tertulia. Estábamos Pablo Ramírez, Tato Rébora, Juan Cruz, Enrique Morente y yo. Es verdad que luego por sus compromisos casi no podía jugar. Pero el hecho es que quedamos campeones en el 95». El recuerdo saca una sonrisa a Sergio que, con un suspiro más, pregunta al aire: «¿Por qué te fuiste, amigo?»

Raúl Comba

«Era una personalidad potentísima y ser su mánager, un oficio de alto riesgo»

Comba fue su mánager durante cinco años. / Pepe Marín

En 1986, en el Paseo de los Tristes, Enrique Morente le propuso a Raúl Comba que se convirtiera en su mánager. La petición, además de provocar algún que otro salto de alegría, fue uno de los pasos más importantes en la carrera de Comba. «Ser mánager de Enrique Morente es un oficio de alto riesgo porque tenía una personalidad potentísima: era tu mejor amigo, la persona que más te fascinaba y, por otro lado, era un señor que no daba un paso sin pensárselo doscientas o trescientas veces. Incluso más. A veces, le llamaba míster dudas. Dudaba de todo. Dudaba de él».

Comba fue mánager de Morente durante cinco años, tiempo en el que recorrieron juntos toda España. «Los viajes eran muy comprometidos hasta que se hacía el concierto y, después del concierto, muy divertidos. Era genial. Una vez que había activado ese mecanismo que él tenía de cantaor, con el solo recital no tenía suficiente. Y, sobre todo, si estaba medianamente contento del resultado, la noche se abría después de una manera impresionante. Recuerdo noches memorables de Enrique cantando y cantando y cantando hasta que no se sabe qué hora». Una vez, en Sevilla, después de un concierto en la Universidad les dieron las dos de la tarde del día siguiente con un grupo de aficionados de Extremadura y Granada.

Uno de los momentos que atesora Comba fue el día que le otorgaron el título de hijo predilecto de la provincia. «El acto fue digno de tenerlo grabado. Enrique dio una actuación que ni con un guion de Woody Allen puede ser más graciosa. El discurso empezó buscando los papeles del propio discurso en el traje y de ese traje salieron todo tipo de papeles menos el discurso: facturas, billetes de avión… Improvisó y empezó así: Por el barrio dicen que me vais a nombrar hijo pródigo…».

Comba quedó prendado del trabajo de Morente desde aquel primer ‘Alegro Soleá’, en la Bienal de Sevilla,su primer trabajo juntos. «Enrique sabía casi todo lo que había que saber del flamenco y lo que le faltaba al casi estaba en búsqueda. Era impresionante la afición de ese hombre».

Juan Vida

«La primera nana a mi hija Julia se la cantaron Enrique y Aurora»

El pintor Juan Vida dibuja un retrato de Morente a petición de IDEAL, que abre el suplemento especial que publica el periódico en su edición impresa este 13 de diciembre, décimo aniversario de su muerte. / Julia Vida

Hallar el gesto, reproducirlo, en eso consiste un retrato. El pintor Juan Vida lo explica desde su estudio de Pinos Genil, donde ha dibujado –a petición de IDEAL– el rostro de ese Enrique Morente con el que alternó noches en el San Remo, La Tertulia o el Oliver. La mirada entornada de Morente, los labios reducidos. «He encontrado ese gesto en sus ojos y en su boca, muy pequeña, pero por la que salía algo enorme».

Vida lo conoció a finales de los 80, por intermediación del poeta Ángel González. «Ángel era un ‘santo laico’ para Enrique, lo adoraba. Teníamos una cena fija los martes por la noche, quedaba mucha gente: Luis García Montero, Miguel Ríos, Mariano Maresca, Laura García Lorca, Andrés Soria… y si venía Ángel González, no faltaba Morente».

 

Portada dibujada por Vida para IDEAL.

 

Inteligente, avispado, ocurrente, sabio, muy gracioso, de pocas palabras pero certeras, nada divo. Vida encadena un calificativo tras otro para definir a aquel hombre que «sabía que tenía que ser moderno a toda costa», sobre el que a veces él y Miguel Ríos bromeaban. «Enrique, tienes que montar unos conciertos con Van Morrison, le decíamos por su estética parecida».

«Iba con ese pelo, esas botas… parte del oficio. Era un artista y le salía de natural. Nunca he sido muy devoto del flamenco, pero recuerdo una noche. Llamó a un guitarrista. Salió esa voz del fondo. Me estremeció, fue espeluznante, un lujazo. Me pregunté de qué sitio, de qué siglo venía esa voz».

El pintor colecciona estampas vitales de noches entre amigos. En algunas, rompe a reír. «Éramos 15 ó 20, estábamos en el bar Fernando. Los ‘morentes’ –su mujer, alguna hermana suya– se arrancaron por villancicos, impresionante. Llegó el camarero. ‘Que aquí se prohíbe el cante’. Y Enrique le dijo: ‘Lleva usted razón, pues no cantamos. Me han pagado dos millones de pesetas por cantar el otro día y ahora no me dejan cantar’». En otras, le embarga la emoción, como cuando Aurora y Enrique le regalaron a Julia, su hija de 14 meses, recién llegada de China, una nana inolvidable. «Le cantaron juntos la primera nana, probablemente ha sido la única».

IDEAL ESPECIAL

COORDINA MARIA VICTORIA COBO

https://www.ideal.es/culturas/musica/recordando-enrique-morente/hombre-20201213194954-nt.html

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