Hay quien no se ha enterado aún y ha convertido a los niños en un capricho que, cuando son bebés, inspiran mucha ternura, pero que luego les da pereza a la hora de educarlos

La palabra niño es un vuelo de palomas y una mano pequeña que trata de coger la luna llena; se abraza a las olas pequeñas que visten la orilla cuando es verano y alborota las hojas amarillas del otoño, salta en los charcos de las lluvias primeras y pregunta los nombres de las verdades exactas. Todo es un descubrimiento, una sorpresa, una mirada que tiene detrás a una personita que hay que encender a la vida verdadera, igual que se encienden las luces de los faros para no chocar contra las rocas. Los niños vienen al mundo cargados de inocencia, buscando entender, y son los adultos que están a su alrededor quienes deben ser conscientes de la responsabilidad que tienen para guiarles, para enseñarlos a tiempo a discriminar el bien del mal. Tener un hijo no es elegir el lugar de vacaciones o comprarse un coche nuevo. Pero hay quien no se ha enterado aún y ha convertido a los niños en un capricho que, cuando son bebés, inspiran mucha ternura, pero que luego les da pereza a la hora de educarlos, de ir cimentándoles una identidad firme donde los valores éticos, el compromiso con la realidad, el respeto al otro, la igualdad o la capacidad para aceptar que ellos no tienen siempre razón y no se pueden salir con la suya por sistema, son claves irrenunciables.

Mientras escribo esto tengo en la retira la cara del homicida, de este adolescente de dieciocho años que ha asesinado a veintiuna personas en una escuela tejana. Diecinueve niños, de entre nueve y once años, y sus dos maestras. También trato de concebir cómo se puede recibir con aplausos a una manada de violadores (los cinco menores de edad) que han agredido sexualmente a dos niñas de doce años en Burjasot; o la perversidad con la que proceden sin más consecuencias los asesinos de Marta del Castillo, la sevillana a la que sus padres no pueden ni siquiera llorar porque no hay un lugar certero, una tumba a la que llevar rosas blancas para una niña de diecisiete años con mil sueños por cumplir. Se niegan a decirlo. Tal es su maldad que, trece años después, continúan burlándose de la familia de una chiquilla que únicamente cometió un error: creerse enamorada de un individuo repugnante.

Son sólo tres muestras del tipo de sociedad que está formándose; la culpa, evidentemente, es de quien viola o asesina, pero nadie podrá negar el componente educacional que existe detrás. Hemos dejado de hablar con los hijos, con las hijas, los hemos convertido en desconocidos que habitan nuestra casa; y ellos se han vengado refugiándose en lo más siniestro de las redes sociales, en la emulación de los patrones más execrables. Y una se pregunta en qué momento algunos de ellos han pasado de tener los ojos colmados de ambición por comprender la vida a convertirse en monstruos, en seres sin alma a los que habría que hacer responsables de sus comportamientos con mucho más rigor penal, que no debieran nunca esconderse entre aclamaciones y abrazos; porque las conductas de otros se refuerzan por la imitación de estos viles ejemplos. Viendo esto, la duda es qué valores se están transmitiendo hoy con esta dejación de funciones, con esta negligencia culpable, tan habitual ya, que es el legado que muchos padres y madres indolentes dejarán el futuro.

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