Ellos no querían, ellos no sabían, ellos no pensaron… Efectivamente: no pensaron, porque el personal ha tomado por costumbre no pensar

Érase una ciudad mediterránea, de esas donde el azul del cielo, de tan intenso, se podría confundir con un mar primaveral de pájaros. Pongamos que la ciudad se llama Granada. Érase un fin de semana, con su calor de treinta y cinco grados a la sombra, y una pareja de jóvenes disfrutando de la naturaleza en el Cerro de San Miguel, en plan acampada, para relajarse alejados del mundanal ruido; disfrutando de sus estrellas nocturnas de brillo extraordinario, escuchando el canto de los pájaros, el rumor de la noche, las carreras de ardillas, los silencios agrestes mientras los pinos perfuman la alborada.

El sotobosque desdibuja a ratos el paisaje de montecillos, con sus subidas y bajadas que tiene, con sus cuevas semiderruidas ‘okupadas’, sus caravanas y sus hippies (a los que conviene no molestar porque ya son parte del paisaje) una sutil caracterización que mejor no tocar para no romper la magia. Es uno de los parajes más bellos de Granada que invita a la meditación, al sosiego, a la paz a la que aludía fray Luis de León:  “y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene puesto Él su deleite”. Lo cual que los jóvenes también: andan a lo suyo, a su disfrute, en un estado de arrobamiento extasiado.

Pero llega la hora en que contemplar tanta belleza unido al calor insufrible les da hambre. Ambos, sudorosos aunque entusiastas, en su papel de expedicionarios urbanitas de lo ignoto, consiguen  reunir algunas ramas buscando encender una lumbre para asar carne. Desconozco si con mechero, cerillas o gasolina prestada (seguramente de aquella que Abundio compró cuando vendió su moto), pero logran encenderlo; ¡albricias! Ahora ya pueden darles su medalla de boyscouts y todo. Pero hete aquí que, mientras ellos van colocando sus salchichas, el tocino y las hamburguesas en la parrilla, una brisa revoltosa alza el vuelo y despierta las brasas que, en instantes, prenden cada boja, cada mata de tomillo, cada milímetro de terreno. Es entonces cuando la feliz pareja de domingueros se plantea si no será ya mucha lumbre en derredor mientras se rascan pensativos la cabeza protegida bajo el sombrero de rastreadores. Por si acaso, se chupan el dedo y lo alzan para averiguar la dirección del viento y levantan la mirada tratando de avistar alguna nube cerca. Pero no: parece que la lluvia es un bien escaso. Seguramente nadie debe haberles contado que esto del cambio climático anda fastidiando el planeta y tal. Que ni al que asó la manteca se le ocurriría encender un fuego con estas temperaturas. Ahí entran en pánico: habría que llamar a los bomberos. Y los bomberos llegan; les sigue el personal del Infoca, y, más tarde los helicópteros, cuando el caos resulta evidente y las llamas van cercando la abadía del Sacromonte. Es, en ese momento, cuando ambos se echan a llorar. No por las 172 hectáreas que se destruirán, ni por el monumento salvado in extremis o los daños irreparables en flora y fauna; sino porque a ver qué le cuentan a papá. O al juez. Ellos no querían, ellos no sabían, ellos no pensaron… Efectivamente: no pensaron, porque el personal ha tomado por costumbre no pensar. Y ahora todo son cenizas, pero tampoco es tan relevante. Pronto se olvidará. Entre todos pagaremos su puñetera barbacoa, sufriremos las consecuencias y santas pascuas.

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