Antes de que el sol abrace la mañana hay una mujer trabajando frente a un ordenador. La imagino con la vista concentrada en la pantalla, consciente de que, para cambiar la realidad, hay que hacerlo despacito y con la pasión que da el conocimiento. Es inspectora educativa, se llama Mari Ángeles Almirón y cree en el futuro de los niños y niñas que abarrotan las aulas de su zona, ésa que baña el mar de los fenicios. La suerte es que ha ido variando de destino, con lo cual ha logrado impregnar de su entusiasmo a los docentes que no siempre -más bien casi nunca- tienen el aprecio que merecen por su esfuerzo cotidiano. Porque la prioridad de Mari Ángeles es avivar la luz que se esconde dentro de cada alumno. Ella sabe bien que los niños no son vasijas que se llenan, sino luces que se encienden al mundo para iluminarlo y hacerlo más habitable, como decía su profesora, Mariluz Escribano.

Rodeada de boletines oficiales,  decretos y normas, es evidente para cualquiera que la escuche que tiene el don de transformar toda esa terminología incomprensible que constriñe el sistema educativo en veredillas alegres y seguras para lograr conmover a un alumnado que se merece que, quien se acerque a ellos con la tiza en la mano, diga las palabras mágicas que consiguen el milagro del amor por la lectura. ¿Qué cuáles son? No pueden mencionarse en voz alta: son un secreto que sólo vislumbrarán quienes las persigan sin rendirse.  Como Mari Ángeles sí que las conoce y sabe cómo hallarlas, se ha convertido en la gran valedora de las bibliotecas escolares; desde que inició su tarea como maestra entendió que las monedillas de oro que se guardan entre las páginas de los libros transforman la mirada, construyen la manera de concebir el mundo de las nuevas generaciones mientras todavía es posible moldear el porvenir y salvarlo. Y digo el mundo porque una biblioteca debería ser el eje transversal sobre el que gravitasen los aprendizajes, esos que el informe PISA dice que deben mejorarse sustancialmente: de las matemáticas a la historia, de la lengua  a la música, pasando por el dibujo o la física;  siempre y cuando quienes toman decisiones (políticos o directivos de los centros) no sean tan necios como para minusvalorarlas. Ni la función primordial de las bibliotecas ni tampoco a quienes las mantienen abiertas a la esperanza, dedicando su entusiasmo a construir una patria segura donde poder refugiarnos cuando todo alrededor es zozobra.

Mari Ángeles lo comprendió hace mucho. Por eso, porque todos están al tanto de que es la inspectora/defensora de las bibliotecas, clausuró hace unas semanas el exitoso encuentro anual de los 360 coordinadores de bibliotecas escolares granadinos, celebrado en Fundación CajaRural. Su discurso fue brillante, ejemplo de compromiso verdadero con quienes ejercen su vocación en las zonas más desfavorecidas, los que lo tienen más complicado: de Algarinejo a Lentejí; de Dehesas de Guadix a Trevélez. Y, mientras corrijo estos días exámenes de jóvenes aspirantes a docentes, no olvido sus reflexiones serenas y rotundas capaces de poner en pie conciencias, esa elegante prudencia inasequible al desaliento con la que se ha ganado el respeto y la admiración de todos. Es natural, porque Mari Ángeles Almirón ha aprendido a darle el lugar exacto a la alta dignidad que supone el auténtico magisterio.

 

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