El Instituto Guttmacher demostró con datos que las leyes más restrictivas no hacían descender el número de abortos

No creí que tuviera que volver a esta trinchera, la verdad. Nunca imaginé que me vería obligada a repetir la vieja cantinela, ese abecé de las razones morales, médicas, sociales, humanitarias y de la más elemental coherencia cívica que conducen a defender la legalización del aborto. Las he mencionado tantas, tantísimas veces durante tantos años, por escrito y de viva voz, en artículos y entrevistas y actos públicos. Una década entera nos costó, desde la muerte de Franco hasta 1985, conseguir que se aprobara la primera ley. Y hubo que recurrir a acciones extremas, como aquella carta que, a imitación de una iniciativa francesa anterior, publicamos en EL PAÍS 1.300 mujeres más o menos conocidas autoinculpándonos de haber abortado voluntariamente.

Fue en octubre de 1979 y era en apoyo de 11 mujeres que iban a ser juzgadas en Bilbao por haber interrumpido su embarazo. Se montó un buen escándalo; eran tiempos difíciles. Para algunas de las participantes de la carta, como la gran Elena Arnedo, ginecóloga, la firma supuso represalias que ella afrontó con dignidad ejemplar (era una persona formidable).

Quiero decir que fue una verdadera guerra, una larga contienda sin armas pero con muertos, o, mejor dicho, muertas, todas aquellas desgraciadas que fallecían cada año por la brutalidad de los abortos chapuceros a los que eran sometidas. Según datos del Ministerio de Justicia de 1976, se producían 100.000 abortos clandestinos en España y morían entre 200 y 400 mujeres al año. Por supuesto, siempre las más pobres, las más desprotegidas. Aquellas con suficiente autonomía y dinero viajaban al extranjero para poder interrumpir su embarazo en condiciones decentes.

Por ejemplo, según un informe del Gobierno del Reino Unido, en 1977 abortaron en Londres 10.000 españolas. Esta es una más de las razones del viejo abecé para apoyar la legalización: que la prohibición supone una atroz injusticia social y la condena al dolor y el horror, a las infecciones, la mutilación, la esterilidad e incluso la muerte del sector más carente y vulnerable.

Pero se ve que no hay más remedio que repetir lo básico y nombrar lo evidente, porque el reaccionarismo y el dogmatismo rampantes, apoyados en la demencial deriva de Estados Unidos, están volviendo a poner en peligro hasta los derechos más esenciales.

Para empezar por el principio, nadie está a favor del aborto. El aborto es un trauma, una agresión al cuerpo y una tristeza. Pero también es un último recurso. Hay que intentar disminuir los abortos en lo posible, con educación sexual y un fácil acceso a los anticonceptivos (dos cosas que, por cierto, no suelen gustar a los antiabortistas), pero es evidente que no es posible lograr una sociedad con aborto cero. Siempre hay errores, falta de información o de acceso a los contraceptivos, abusos de poder, violaciones, riesgos para la salud de la madre.

Cada año se practican en el mundo unos 25 millones de abortos inseguros, y a consecuencia de ellos mueren al menos 22.000 mujeres (otras fuentes elevan la cifra a 47.000). La mayoría, jóvenes y sanas. Qué carnicería. Hace 10 años, el Instituto Guttmacher de Nueva York demostró con cifras, en un acto celebrado en nuestro Congreso de los Diputados, que las leyes más restrictivas no hacían descender el número de abortos (sólo los convertían en clandestinos), y que las tasas más bajas estaban precisamente en Europa, en aquellos países con leyes más permisivas, que eran también los que más fomentaban la educación sexual y el uso de anticonceptivos.

¡Pero si ni siquiera la Iglesia ha tenido claro lo del aborto hasta 1869, que fue cuando Pío IX decretó que los embriones tenían alma desde el momento de su concepción! Antes, y a lo largo de 18 siglos, los católicos discutieron muchísimo sobre el momento en el que el alma llegaba al feto. San Agustín decía que no había animación hasta los 46 días, y santo Tomás consideraba que el alma entraba a los 40 días, si era varón, y a los 90, si era hembra (toma ya sutil precisión). Antes de eso, el embrión no era nada. Es lamentable, en fin, tener que volver a repetir todo esto tantos años después. Pero, aunque lamentable, es necesario. Amigos, nos vemos en las trincheras de la civilidad y de la razón.

Ni un solo paso atrás, ni siquiera para tomar impulso.

ROSA MONTERO

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