TEXTO PRESENTADO AL CONCURSO DE IDEAL SOBRE RELATOS DE VERANO

Ya no escucho la ovación del público en las gradas ni el eco de las fanfarrias. Viejo y cansado, acompañado de mi ajada y descolorida maleta, he llegado, a media mañana, a la aldea marinera de mi amada esposa. Me apeo del viejo autobús y me dirijo al único alojamiento de la pequeña localidad. En la cama de la habitación que me han asignado dejo mi maleta, salgo de la fonda y camino a la eterna morada de mi cónyuge. De las dos vías que tiene el pueblo para acceder al camposanto, elijo la del litoral. Solo se puede recorrer a pie, pero es un espectáculo hacerlo. Camino por un sendero cuajado de acacias a un lado y otro del mismo. Una brisa fresca mece sus hojas y unos llamativos jilgueros gorjean saltando de rama en rama. La melodía compuesta por sus trinos me produce un placer inefable. Dejo el sendero y sigo andando por la arena de la playa. Las aguas destellan y danzan bajo la caricia del sol. Y gaviotas de alas blancas descienden hasta rozar su superficie. Ya veo el cementerio en un altiplano próximo. Un pequeño pedazo de tierra, resguardado por hortensias y camelias, que mira eternamente al mar. Asciendo por la vereda que conduce a él. Entro y me acerco a la tumba de mi esposa. Lloro y rezo por su alma. Luego, regreso a la pensión. Allí moraré hasta que la Parca me lleve y me entierren junto a ella. Subo a mi habitación y deshago mi maleta. Es un equipaje ligero, pero en él va mi vida. Al explorarlo, he recordado los hechos más significativos de ella:

Se acerca la Navidad. Acabamos de llegar a un nuevo pueblo. Mi circo, con sus coloristas carpas y sus atractivos carteles, anuncia su llegada. El desfile por sus calles, lleno de colorido, hace las delicias de niños y mayores que se unen a su paso. El cortejo está compuesto por malabaristas, domadores, payasos, ilusionistas, trapecistas, funámbulos y magos, seguidos de elefantes, caballos y monos. Los metales lanzan al aire sus notas de música de charanga y la magia envuelve a la gente que goza y se divierte con los artistas. Tras el desfile, nos preparamos para la primera función vespertina. Suena la música, se apagan las luces y, una vez más, comienza el embrujo. La presentadora anuncia el primer número. Todo se desarrolla con normalidad, según el guion previsto. Nadie puede presagiar que se avecina la tragedia.

Llega el turno de los trapecistas. En él actúa mi esposa. Yo la observo tras la cortinilla roja que oculta la puerta de salida a las pistas. Segura de sí misma, se balancea sobre el trapecio, dispuesta a dar el triple salto mortal sin red. En un instante, salta al vacío y describe tres vueltas en el aire. Otro trapecista, colgado cabeza abajo del trapecio, la espera, para asir con sus brazos los suyos. Pero algo falla, sus brazos se escurren entre los de su compañero y cae al vacío. El graderío estalla en un grito de sorpresa y conmoción. El mundo se me cae encima con todo su peso.

Llorando desconsoladamente y roto por el dolor, recojo su cuerpo de la pista y lo aprieto contra mi pecho. Mi esposa sería enterrada en su pueblo, dos días más tarde. Yo vuelvo al circo con mi ánimo por los suelos. Tras el trágico accidente, recogemos todos los enseres y nos marchamos a otro pueblo. En él reanudamos las actuaciones. Hago de tripas corazón cuando me toca salir a pista. Nadie debe notar mi dolor. Solo tengo que pensar en hacer reír al público. Con la pelota roja incrustada en mi nariz y una amplia sonrisa dibujada en mi rostro, saludo a los espectadores. Corro, brinco y doy trompicones, hasta caerme rodando por el suelo. Los niños gritan y aplauden, desternillándose de risa. Me levanto de inmediato con gestos de dolor. Lloro amargamente, desconsolado, como nunca lo he hecho. Las abundantes lágrimas que corren por mis mejillas destiñen el maquillaje de mi rostro. Mi sufrimiento es inmenso. No puedo más. Arrodillado en el centro de la pista, clamo al cielo, gritando: «¡Dios mío!, ¿por qué me la has quitado?». Los espectadores del circo prorrumpen en un prolongado y emocionado aplauso. Abrumado por el ambiente, me retiro de la pista saludándolos, mientras se intensifican tanto mis lloros como sus aplausos.

El circo es mi vida. En él y con él superaré mi dolor. Tras mi número, continúan los de los demás artistas. Finaliza la función con el desfile de todos los participantes, mientras suena la música de la orquesta. Después, todo queda en silencio. Me retiro a mi caravana. Abro su ventanilla y me asomo al exterior. Un viento gélido azota mi rostro. Hace mucho frío y comienzan a caer unos copos de nieve que revolotean sobre los aleros de las carpas. Salgo. La nevada se intensifica. Pronto estoy cubierto por una espesa capa nívea. Me sacudo y vuelvo a la pista central del circo. Tengo que representar mi número con normalidad. Con todo mi dolor, alzo mis brazos y lo comienzo. Ahora está dirigido a unas gradas repletas de silencio, desolación, tristeza y soledad. Todo ha ido bien. A su final, me inclino y saludo a ese público especial. Sus aplausos resuenan en mis oídos. Ha concluido mi función. Después vendrían muchas más. Poco a poco, mientras mis profundas heridas cicatrizaban, fui envejeciendo en el circo. Yo quería seguir en él, pero el paso del tiempo es inexorable. Mi cuerpo ya no me respondía. «Compréndelo, debes dejarlo», me dijo, un día de primavera, su actual director. Fue mi última actuación. Apenado y entristecido, con una punzada en mi alma, recogí lo poco que tenía, lo guardé en mi vieja maleta y me fui.

https://www.ideal.es/culturas/payaso-trapecista-20220728182605-nt.html?edtn=granada#vca=fixed-btn&vso=rrss&vmc=fb&vli=Culturas

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