La navidad de los adultos tiene sabor a castañas, color de infancia y su poquito de frío para poder refugiarse al lado de la lumbre.

También huele a mantecados hechos en el horno por las manos amorosas de la madre y guarda las voces de las ancianas con pañoleta en la cabeza, vestidas de gris y, con unos mandiles tan inmensos,  que cabían todos nuestros llantos cada vez que una trastada acababa con nuestras rodillas llenas de rasguños.

Desde mediados de diciembre se colocaba un nacimiento chiquitín encima de la mesa del salón, exactamente al lado de la bandeja de los dulces; lo habitaban un niño Jesús muy pobre, una virgencita linda y un san José alegre. Los pastores, dos o tres, se acercaban con algunos borreguillos al hombro, siguiendo una estrella de cartón recubierta papel de plata que habíamos hecho para que guiase el camino de los Reyes Magos, porque no era cosa de que se perdieran… Y así los veías eternizados, rozabas con tus dedos párvulos la cara del Niño o recolocabas una figurilla que te pareciera que no estaba donde debía; lo hacías cada vez que, al caer la tarde, te acercabas andando de puntillas a la bandeja de los dulces (¡chisss, que no te oigan, que esos no se tocan porque están preparados para las visitas!). Con cara de inocencia, mirabas hacia la puerta por si acaso te hubieran visto y, con mucha lentitud, levantabas aquel mantelito de hilo bordado por la madre, porque ya se sabe que las madres son mágicas y hacen tantísimas cosas y tan diversas que se repiten una y otra vez en la memoria; lo cual que alzabas despacio el paño níveo y encontrabas un tesoro de polvorones envueltos en papel de colores brillantes, alfajores de coco, peladillas blancas, almendras rellenas de turrón y otras delicias que luego había que reorganizar para revestir el hueco de ese par afanado que, con apresuramiento, habías escondido en el pantalón de peto.

La gracia estaba en pensar que no te habían pillado nunca, aunque al día siguiente, por arte de birlibirloque, la bandeja derramara nuevamente su dulzor sin cicatería. Bendita inocencia con las marcas de la blanca glotonería en el rostro y los papeles multicolor sobresaliendo del bolsillo como prueba del delito. Pero entonces, como éramos niñas y pequeñas, nunca nos percatábamos de esos detalles. También había, en un rincón, un arbolito de plástico del que colgábamos esferas rojas y doradas, algún lazo de la caja de costuras y un hilo de bombillitas amarillas muy precarias de luz intermitente.  

Pero lo importante es que se sabía que había llegado la navidad porque se respiraba un aire limpio que lo declaraba así, con la familia al completo recogiendo la cosecha de aceituna para llevarla al molino antes de acabar las fiestas. De fondo, los villancicos sonaban en el tocadiscos y el abuelo se reía debajo de los olivos ante nuestros torpes intentos de alcanzar las ramas más altas. Mientras, los días eran un prodigio de aprendizaje y diversión, y el espíritu de la natividad alcanzaba cada rincón de la casa humilde donde, sin darnos cuenta, la palabra ‘juntos’ colmaba de felicidad todos los espacios posibles.  Porque eso es la navidad: el reencuentro, el abrazo jubiloso, la familia unida y la paz serena de un hogar donde siempre permanece encendida la esperanza.

foto: https://agrupaciondecofradias.com

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