Los seguidores de mi blog no van a encontrar en esta entrada una lista de títulos y autores, sino unas reflexiones sobre el proceso lector, tal como yo lo percibo.

Soy un lector consciente desde que dejé de leer cuentos y tebeos, hacia los 12 o 13 años, y empecé a leer libros de adulto. Tengo un elevado número de libros y muchos más en mi Kindle, especialmente desde que mi visión se fue agotando en los últimos años. Tengo muchos libros que he vuelto a comprar en formato electrónico para ponerles un tamaño de letra conveniente y no es raro que lea en mi lector electrónico junto al libro comprado hace décadas, pues el libro tradicional en papel parece que me acompaña más que la frialdad del dispositivo electrónico, pero este me facilita la visión.

He terminado el año con 50 libros leídos, casi uno por semana, casi 51, pues el cambio de ritmo de las fiestas y los encuentros me han impedido terminar un libro fundamental para conocer mejor la realidad de los paraísos comunistas: Vidas provisionales (Gabriela Adameșteanu, Editorial El Acantilado, mayo de 2022) del que Antonio Muñoz Molina hizo una entusiasta reseña en Babelia hace unos meses.  Un total de casi 19.000 páginas y varios hallazgos junto a bastantes decepciones.

En general, ha sido solo un discreto año lector, pero a medida que avanzo en la línea del tiempo, me da la sensación de que ya he leído todos los libros, como afirmaba Mallarmé. Cada vez me resulta más difícil encontrar el entusiasmo que me produjeron algunos libros hace 30, 40 o 50 años. Por más que lea algo de Onetti, no encuentro el sabor a excelencia que le encontré a Los adioses, cuando lo leí en 1981. Por esas fechas leí casi todo lo de Manuel Puig, que ahora se está reeditando, pero ya no encuentro el menor entusiasmo para acometer una relectura de Boquitas pintadas o de El beso de la mujer araña. Igual me pasa con Alice Munro, John Banville, Houellebecq, Thomas Mann, Auster, Murakami… Últimamente, las únicas relecturas que me parecen tentadoras son la Comedias bárbaras y las Sonatas de Valle-Inclán, que siempre me resultan llenas de matices nuevos. En poesía, lo más original que encuentro es Quevedo, que me parece cada vez mejor. Lorca se me está atragantando por cursi. Salinas, al que leí mucho hace décadas, me harta ahora. Solo leo con placer a algunos poetas locales (Antonio Enrique, Fernando de Villena, Enrique Morón, Rafael Guillén, Antonio Carvajal…). Y falta de esta mínima enumeración Luis García Montero porque no me hace gracia, no por olvido. Y releo continuamente a Machado, a Góngora, a Miguel Hernández, Cervantes, y Muñoz Molina, en cuyo periodismo llevo trabajando, a ritmos muy desiguales, los últimos cinco años.

Supongo que el factor sorpresa ha quedado diluido tras tantos años leyendo a destajo. Ahora busco referencias en blogs literarios y se está asentando un temor: el de la decepción. El de gastarme unos euros en un libro que no me ofrezca lo que yo necesito, que tampoco sé lo que es. ¿Soy raro o a otros lectores septuagenarios les pasa igual que a mí?

Me he llevado chascos descomunales con libros que no han respondido a mis expectativas o me han decepcionado abiertamente (Chimamanda Ngozi Adichie, Sara Mesa, Edurne Portela…).

Mi lectura ha cambiado en otro aspecto: antes intentaba informarme concienzudamente del libro que iba a leer. Ahora no quiero saber absolutamente nada: ni la breve nota de la solapa. El cambio viene del prólogo que alguien escribió para Os Maias (Eça de Queiroz, 1888). El prologuista desveló ya antes de empezar el libro un aspecto fundamental de la novela, un hecho que el lector debe conocer sólo en la última parte de su lectura y que cambia por completo el sentido de la misma. Desde entonces, abro el libro con la curiosidad del novato, sintiéndome virgen de influencias prefabricadas y de prejuicios. Por otra parte, cada vez estoy más convencido de la importancia de la curiosidad ante la sorpresa que conlleva cualquier lectura, y pienso en los libros para adultos que se les obliga a leer a nuestros adolescentes en los institutos y creo que a menudo les castran la capacidad lectora y me enfado al considerar que esos acercamientos infantilizados a los clásicos en versiones acortadas e infantiles malogran la capacidad de descubrimiento que pueda tener una obra como el Quijote. ¿Qué estímulo puede ofrecer el libro a un adulto joven si desde su niñez se le han ofrecido las anécdotas en cómic o series de dibujos animados?

Suelo alternar lecturas graves con ligeras, así que, tras un libro comprometido o muy extenso, busco la ligereza de una novela negra o una relectura de los años 80 o 90. Tras leer Vida y destino (Vassili Grossman), con sus casi 1.200 páginas, releí El llano en llamas (Juan Rulfo) y tras Por un túnel de silencio (Ismail Kadaré), una novela negra de Camilleri.

La novela negra no me desagrada, pero creo que se ha extendido demasiado, en detrimento de otros subgéneros. En cualquier caso, soy lector omnívoro y me trago todo lo que cae en mis manos, con algunas salvedades. De Kadaré me gustó mucho su Crónicas de la ciudad de piedra, pues me resultó curioso encontrar realismo mágico en un autor albanés.

Entre las relecturas de este año ha estado La noche de los tiempos, de A, Muñoz Molina, que he disfrutado mucho más que la primera vez, pues no he sentido la inmediata necesidad de centrarme en el argumento, que ya conocía, sino en aspectos formales que me han parecido excepcionalmente sutiles, o en el personaje de Judith, que por sí mimo merecería entrar en el olimpo de los grandes personajes literarios femeninos.

Otras lecturas que me han parecido muy gratas han sido la novela de Javier Moro El Imperio eres tú (Premio Planeta, 2011), novela histórica sobre la saga de los Bragança, que hicieron de Brasil un imperio con unas situaciones históricas muy peculiares. También una novela de José Luis Muñoz, El mal absoluto (2008), que enfrenta a un verdugo nazi y a una de sus víctimas. Juan Gabriel Vásquez, al que no conocía, me ha ofrecido en El ruido de las cosas al caer (2012), una visión más real, menos mágica, de la Colombia actual y el mundo del narcotráfico. Nada que ver con García Márquez.

Una verdadera curiosidad: el levantino José Payá Beltrán me envió un ejemplar dedicado de su curiosa novela Los hilos invisibles/séver lA, novela bien sólida sobre un asesinato de postguerra que extiende su venganza a los tiempos actuales. Lo curioso de esta novela es que ofrece dos montajes diferentes, ambos lineales, ambos repetidos pero en orden opuesto. De ahí la segunda parte del título, que ofrece la misma trama, pero contada al revés y con absoluta coherencia. Estoy dejando pasar el tiempo para volver a leerla y ver cómo percibe el lector el segundo montaje.

En cuanto las relecturas, aparte de las mencionadas, este año han sido cosa de Galdós, Ibsen, Muñoz Molina (al ubetense lo releo constantemente), Némirovsky, Verne, Kundera… Para cuando esta entrada aparezca ante el público, habré terminado la lectura 51 del año, o más bien la primera de 2.023, la mencionada Vidas provisionales. Y para empezar este año, ya me esperan en un anaquel concreto un vistoso Villar Yebra, pintor que se ocupó de pintar Granada en preciosas plumillas con las que acompañaba sus fogosos textos sobre la belleza de la ciudad; otro Enrique, Vila-Matas y su Montevideo; Fuego de invierno, de Josefina Martos; No todos los versos tienen héroes, del reciente Director de la Academia de Buenas Letras de Granada, José Antonio López Nevot y la obra monumental de otro de sus académicos, Francisco Morales Lomas, Historia de la Literatura Española durante la democracia. 1975-2020. Después ya iré viendo qué leer, que hay un exceso de oferta.

Felices lecturas para 2023.

Alberto Granados

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