Quizás este debería haber sido el primer artículo mío en este mirador, pero nunca es tarde para rectificar; por eso, hoy os voy a ofrecer algunas pinceladas sobre mí, para que me conozcáis un poquito más y os podáis hacer una idea de quién es este tío que se atreve a escribir historias reales, recuerdos que a muchos os sonarán similares a los vuestros.Soy de Atarfe, “de los de toa la vida”, y he visto cómo mi pueblo ha evolucionado desde hace cincuenta y cuatro años hasta hoy de modo imparable y no siempre adecuado, pero aquí estamos y tenemos la obligación de seguir avanzando para dejar lo mejor que podamos (va sin segundas) a quienes nos sucederán.

Don Octavio Ferro era mi maestro de primaria, y fue la persona que seguramente más influyó en mi decisión posterior de ser maestro. Luego fui al Instituto Iliberis (entonces una sección del Padre Suárez de Granada) hasta acabar COU y selectividad. Pero yo quería ser maestro y por si las moscas, preparé también el examen de ingreso en la Normal, en Gran Vía, y a la postre, cuando ya había aprobado ambas, selectividad y magisterio, me decanté por esta última.

Estudié Magisterio porque me encantaba enseñar; cómo disfrutaba viendo a la chiquillería de mi escuela de prácticas Santa Juliana de la Chana aprender a ser personas, gracias al equipo de maestros en el que yo ya me sentía uno más.

Inciso: Mi relación con la suerte ha sido dispar pero siempre positiva, ya que cuando se cerraba una puerta, se abría una ventana al menos. No puedo decir que tuviese mala suerte porque no conseguí acceso directo, lo que significaba ser maestro de pleno derecho sin oposiciones, por culpa de una putada que me gastó un profesor en mi último año de carrera, al suspenderme “graciosamente” una asignatura que yo tenía más que superada (para el acceso directo se requería una media alta de puntuación, que yo superaba sobradamente, en los tres años de carrera, y no suspender ninguna asignatura), pero no dejé que ese hecho cambiara mi decisión, y al año siguiente me matriculé en el curso puente de Filología; llevaba el curso bastante bien, con todo suficientemente controlado, pero de nuevo mi suerte hizo que coincidieran los exámenes finales de filología con unas oposiciones a Correos que estaba preparando, más por tener algo en qué ocuparme mientras se convocaban las de magisterio, que por verdadera vocación de ser cartero (aunque eso cambió más tarde); había que decidir, y me planté en Barcelona, en casa de mi tío Julio, hermano de mi madre, unos quince días antes del primer examen, …! y tras aprobarlo, me ví en la disyuntiva de irme a trabajar de cartero adonde me mandaran, o irme a la mili, ese servicio militar que a tanta gente le llegó en un momento crucial de sus vidas, haciéndoles perder o ganar sueños e ilusiones (casi siempre perder porque empezábamos a vivir y nos cortaba el rollo de golpe). Nadie me aconsejó que primero hiciera las prácticas de cartero para acumular tiempo de servicio y una vez funcionario, que luego ya me fuera a la mili, porque así entraría directamente a la oficina de Caja Postal en el acuartelamiento de destino, y por eso, porque nadie me lo dijo y yo no lo sabía, anulé mi prórroga y me fui un año a Canarias, primero en el cuartel de Hoya Fría, donde preparé la jura de bandera para la patria y empecé a ver la vida independientemente, sin el directo apoyo de mis papás; y luego, ya destinado a Artillería, en el acuartelamiento del Cristo de La Laguna. Reconozco que fue un año auténtico, en todo, que me sirvió para conocerme, para conocer a los demás, para aprender a valerme por mí mismo, ya que hasta entonces mis padres cubrían con su manto cualquier deficiencia que tuviera, que las cosas hay que hacerlas para que resulten, que no se hacen solas. Disfruté de un año estupendo, en el que tuve la suerte de conocer personas extraordinarias, dentro y sobre todo, fuera del cuartel, con las que aún mantengo contacto, aunque esporádico, pero que sembraron una semilla de amistad inextinguible.

Pero todo se acaba, y la mili se acabó, y a la semana de estar de nuevo en casa otra vez mi suerte (hasta entonces siempre creí que tenía mala suerte, pero esa eventualidad cambió mi percepción por completo) se cruzó en mi camino en forma de camión despistado, que sólo me envió al hospital, cuando pudo haberme mandado al cementerio; era una señal irrefutable de que la vida sólo se vive una vez, y desde entonces, mi visión de todo ha cambiado, a mejor, todo es posible, y todo es mejorable, y no podemos quedarnos en la autocomplacencia, porque siempre podemos hacer más de lo que hacemos, aunque a ratos no nos reconozcamos en el tipo que nos mira desde el espejo.

Tras aquello, fui a Madrid donde pasé cuatro años como cartero, con veintitantos añitos, que fueron cuatro años fantásticos, en los que conocí gente que me enseñó solidaridad, compañerismo, a disfrutar del momento, a defender los derechos sin renunciar a unas formas correctas ante superiores e iguales, a que mi derecho termina donde empieza el tuyo y viceversa; donde aprendí que además de fomentar la convivencia con los amigos, hay que mantener la corrección con quienes no nos caen bien especialmente, porque con ellos será con quienes podamos tener problemas, con los amigos nunca (si lo son, claro). Madrid supuso un paso más en la independencia emocional, física y relacional con mis padres, y aunque los veía casi todos los fines de semana, ellos y yo sabíamos que quien me empujaba a coger el tren o el autobús era una preciosa chiquilla con la que, años más tarde, formaría la familia que ahora tengo. Siempre digo que esa fue mi suerte, la mayor de todas, tener los padres que tengo, que me enseñaron todo lo que soy, sin estudios ni charlas, sin consejos, sólo con su ejemplo (y algún coscorrón en mi infancia, que también los hubo, pero no muchos, y reconozco que siempre merecidos), y conocer a mi mujer.

Luego llegarían, tras aprobar nueva oposición libre a Ministerios del Estado, los destinos en el de Hacienda, primero en Guadix, luego en Loja, finalmente en la capital, aunque los cinco años que me pasé “abriendo carreteras” para mí se quedan, arreglando la A-92, con la hora y media a Guadix o casi la hora hasta Loja. Estareis algo estupefactos: vamos a ver, si he aprobado para Hacienda, ¿qué pinto abriendo carreteras? Todo tiene su explicación, y es que cuando iba a Guadix coincidió con el nuevo trazado de la autovía A-92, y todos los días nos tocaba esperar cada pocos kilómetros a los operarios de la carretera, cuando no un camión de las obras, … En fin, seguro que alguno ha pasado por eso y sabe de qué hablo. Cuando me trasladaron a Loja, continué con la misma autovía para que nadie se quedara sin modernidad; tanto fue así que llegué a pensar que los destinos me los daban en función de dónde se abríría cualquier carretera o autovía (no lo he dicho pero los dos últimos años en Madrid, cuando me venia en autobús, también me tocaron los arreglos de la autovía A-4,… ya sabeis, mi suerte). Esos años compartí coche con personas que finalmente se han quedado en mi anuario de amistades imprescindibles, mi Gabi, mis Antonios (hubo dos, a ambos desde aquí, mi abrazo más sincero), María José; recuerdo sobre todo los desayunos y las fiestas que se organizaban, comidas en navidad, las bodas… siempre he tenido una mala memoria para los malos momentos, y sólo recuerdo cosas agradables porque si hay cosas buenas, a son de qué acordarse de los malos momentos. Hay que ser positivos, como dice Van Gaal.

Luego vinieron los dos años de estudio para prepararme las oposiciones al Cuerpo de Gestión de Hacienda, gracias a mi profesor y amigo Enrique Crovetto y mis buenos Ramón y Antonio de Andrés, que consiguieron sacar de donde no había más que ilusión y actitud, un nuevo compañero en el Cuerpo, en donde sigo actualmente, espero que hasta la jubilación, que si no pasa nada, llegará pronto, casi tan pronto como lejos se me hacia cuando llegué a Madrid, en 1983.

No he contado nada de mi experiencia en Catastro, mi destino ac tual desde hace veinticinco años, pero eso requiere un capítulo aparte.

Y este soy yo, o mejor dicho, estas son algunas de mis circunstancias, que me han cincelado el carácter y mi visión del mundo, los amigos, los sentimientos, la familia.

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