La justicia (La vida por delante) de Antonio Muñoz Molina

Una vez le pregunté a un policía especializado en homicidios por qué razón la mayor parte de las agresiones violentas suelen hacerse contra mujeres y contra niños Se me quedó mirando como asombrado de que le preguntara algo de simple sentido común, y me dijo:
—Es lo más fácil, son los que tienen menos fuerza física.

Ahí se corta en seco toda la sociología de saldo y todo el romanticismo literario y turbio sobre la violencia: se hace daño a quien menos puede defenderse, y nada es más barato ni más bajo que la hombría del agresor, porque cualquier signo inmediato de crueldad o amenaza basta para amedrentar a las personas pacíficas, para reducirlas a una parálisis hipnotizada de animales al filo del sacrificio.
En España, además, los varones agresores cuentan con una ventaja añadida a la de su fuerza física: el amparo que les prestan el sistema legal y la administración de justicia. Las agresiones de maridos o ex maridos contra mujeres han alcanzado una monotonía exasperante, pero el mayor escándalo no son los extremos de crueldad que puede alcanzar ese animal temible, el macho humano dominado por la arrogancia y la ira, sino la comprensión que los poderes policiales y judiciales manifiestan hacia esos agresores metódicos que con alguna frecuencia, y de manera perfectamente previsible, se convierten en asesinos.
Hace poco, un tribunal condenó a una mujer por haber cambiado la cerradura de su domicilio a fin de que su ex marido no pudiera abrir tranquilamente la puerta para invadir una intimidad que ya no era suya y para amenazarla y golpearla: la ley no mostró ninguna rapidez ni eficacia en la protección de aquella mujer acosada, pero sí se volvió muy puntillosa a la hora de defender el derecho del hombre a abrir la puerta de la que todavía era legalmente su casa.
Es aterrador pensar que la sanidad española actuara con las víctimas de la enfermedad de un modo semejante a como actúa la justicia española con las víctimas del delito. Aún me acuerdo de aquel juez o tribunal que no encontró síntomas de ensañamiento en el individuo que mató a su mujer de setenta puñaladas, y de aquel otro que concedió la libertad condicional inmediata a otro marido o ex marido asesino, alegando que su comportamiento no creaba eso que ellos llaman «alarma social». Pero mi preferido, por ahora, la eminencia jurídica que me causa más admiración, es un fiscal de Barcelona que se llama Ignacio Saiz, y que ha saltado brevemente a la fama (una fama escasa, desde luego, muy inferior a la que él se merece) por su compasión casi solidaria hacia un procesado que había dado muerte a su «compañera sentimental», según dice el periódico.
El fiscal pidió seis años y un día, y al acusado, comprensiblemente, la petición le pareció bien. Uno supone que a los fiscales les corresponde defender legalmente la integridad de la vida humana en la misma medida en que un médico de la sanidad pública tiene la tarea de defender la salud. No quiero imaginarme lo que habría hecho el fiscal Ignacio Saiz si, en vez de en la Audiencia, hubiera trabajado en un hospital, pero estoy seguro de que todos los agresores de mujeres le profesarán una admiración semejante a la que debe de sentir hacia él este procesado para el que pidió una pena tan misericordiosa. No es que el tipo hubiera matado a su mujer o compañera en un arrebato de eso que llaman, tan oportunamente, trastorno mental transitorio: la obligó a beber amoniaco, le disparó un tiro en la cabeza, y después de muerta, le amputó las dos manos con una azada, la golpeó por todo el cuerpo para desfigurarla y arrojó su cadáver a un contenedor de vidrio.
Tantas mujeres son golpeadas o asesinadas al cabo del año en el negro círculo infernal de la violencia doméstica que sólo muy de tarde en tarde se concede relevancia a alguna agresión, y siempre se repiten las mismas vaguedades lacrimosas sobre los cambios necesarios de mentalidad y la pervivencia del viejo machismo español. Es cierto que las ideas y los hábitos cambian muy despacio, pero mientras tanto hay una tarea más perentoria y tangible, la de prevenir el abuso y proteger a las mujeres agredidas de sus agresores, y castigar con todo el peso y la ejemplaridad de la ley a quienes abusan del tosco privilegio masculino de la fuerza física para acosar, para golpear, para matar. Por ahora, tal como están las cosas, habrá mujeres a las que las togas negras de jueces y fiscales les den casi tanto miedo como las cataduras violentas de sus ex maridos.
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