Aquí vamos a otra cosa: a intentar salir de este abismo que habitamos desde el respeto que implica reprochar honestamente aquello con lo que no coincidamos y a no tragarnos los cuentos de nadie.

Debe andar Pedro Sánchez, como co-líder de esta España plural y angustiada, a medio camino entre la vergüenza y el prozac cada vez que a Pablo Iglesias le da por ejercer de vicepresidente segundo y sacar las singularidades de su ideario a pasear. Porque Sánchez lo ya lo intuyó en la campaña: le iba a resultar complicado dormir teniendo a Iglesias en el gobierno, Ay, Presidente, si siguieras las primeras intuiciones, otro gallo cantaría; pero en esta novísima normalidad en la que la maldita pandemia nos ha sumido, parece que don Pablo quiere normalizar cosas que a una mayoría nos parecen inverosímiles, entre otras el insulto.

La última ocurrencia la tuvo en la última rueda de prensa, y con tres ministros rodeándole, al afirmar que hay que naturalizar la crítica y el insulto a los periodistas, como si crítica e insulto fueran la misma cosa. Es decir que mandó el mensaje alto y claro a sus huestes de trolls: matar, metafóricamente, al mensajero. Los miembros de su ejecutiva, liderados por Echenique, obviamente, le dan la razón, cosa natural en cualquier partido político que se precie: si el líder dice que hace frío, aunque tengamos cuarenta grados a la sombra, los colegas de carnet empiezan a tiritar por lealtad mal entendida. En este caso, a incendiar las redes con insultos y difamaciones. Es entonces cuanto tiene que llegar el PSOE con su poquito de mano izquierda y la experiencia gestora (sea gobierno u oposición) y, a través de Carmen Calvo y Margarita Robles, resituar los conceptos antes de que se líe un pifostio irresoluble. Porque si equiparamos crítica con insulto empezamos mal. La crítica es saludable y ayuda a ver la postura del otro, sea o no compartida, a la par que favorece el debate; el insulto es el principio de la ruptura de relaciones, una especie de primera bofetada que, al final, acaban por devolverte porque lo de poner la otra mejilla resulta infrecuente en este tiempo. Y después de la bofetada viene el odio y todo lo demás. En España algo similar pasó en 1936 y recordamos cómo acabó.

Lo que pasa es que Pablo Iglesias, el mismo que quería tomar los cielos por asalto, se ha acostumbrado al argumentario chulesco que aplica su antaño asesorado Maduro sin percatarse de que ni España es Venezuela ni los españoles estamos por asumir un populismo barato de república bananera (sea de izquierdas o derechas, conste). Aquí vamos a otra cosa: a intentar salir de este abismo que habitamos desde el respeto que implica reprochar honestamente aquello con lo que no coincidamos y a no tragarnos los cuentos de nadie. Tampoco el que nos venden con el caso “Dina”. Y si Pablo (y sus simpáticos hooligans de las redes que avalan su argumentario faltón y amenazador) convierte en enemigo a cualquiera que no le aplauda, le esperan momentos difíciles y una cura de humildad. La cuestión ahora es saber si Pedro Sánchez está dispuesto a acompañarlo desde el cielo que disfrutan a esta bajada directa a los infiernos.

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