bailarín de tangos con habilidades dispares —y algo más inquietantes que bordar unos pasos de baile— que se ocupa de entretener a las señoras a bordo del barco. Le seguirá un asunto de
espionaje en la Riviera francesa en 1937, durante la Guerra Civil española. Es entonces cuando tiene lugar el segundo encuentro entre Max y Mecha, rodeados de refugiados españoles adi-
nerados que se habían asentado en la Costa Azul hasta el final de la contienda fraticida. Todo concluirá con otro breve encuentro de la pareja protagonista, el tercero, durante los días en que
transcurre una inquietante partida de ajedrez que se celebrará en el Sorrento de 1966.
Pese a su inquebrantable apuesta por la intriga, la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte tiene matices agridulces, pues está contada desde la mirada lúcida que otorga una madurez aceptada con la resignación de quienes no se arrepienten de lo vivido. El relato se tiñe de melancolía crepuscular ante la constatación de que las vivencias del pasado ya no regresarán. Y sin embargo, la desesperanza no se filtra por completo en estas páginas memorables. Todo sucedió para que el hoy tenga sentido. En un momento del relato, Mecha lo afirma sin ambages al observar
a Max: «Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre…». Expuestas desde la serenidad que trae consigo el cumplir años,
las certidumbres del curtido Max son pocas, pero muy claras: «Sólo que los hombres dudan, recuerdan y mueren». Aunque la certeza sea a juicio de Mecha como un virus maligno que le
contagia a uno de vejez, es de obligada aparición en una vida con sentido pleno, viene a decir la historia. El desvanecimiento de un modo de transitar por la vida con sable y con caballo de
los principales personajes de la narración encubre a su vez una reflexión sobre esa vieja Europa repleta de lujo y elegancia que barrió la Segunda Guerra Mundial, pero cuyos estertores todavía
resonaban en el Sorrento de 1966. «Era mi mundo el que estaba desapareciendo. Mejor dicho: había desaparecido ya cuando apenas lo rozaba con los dedos. Y no me di cuenta», dirá Max en
un tiempo en el que ya no era joven.
Max, tan truhán como encantador, nació en un entorno humilde rodeado de canallas atentos a las fechorías que socorrían la existencia. Elegante como pocos en el porte, sabe además sacar
partido a sus escasas lecturas, reteniendo citas de aquí y de allá para luego emplearlas, junto con sus dotes embaucadoras, ante sus presas femeninas. Entre sus muchas capacidades sobresale
una: sabe escuchar a las mujeres. Mecha, por su parte, procede de un ambiente privilegiado, y la trayectoria de su familia es el envés de la de Max. Su educación es exquisita y tiene claras sus
prioridades. Aun así, pelea por sobrevivir en un mundo en el que ni siquiera la belleza o el dinero son garantía de éxito. En este sentido Mecha entronca con las heroínas a las que el escritor tiene
acostumbrados a sus seguidores, luchadoras empedernidas y con principios sólidos que fijan en molde para cimentar la propia supervivencia. Arturo Pérez-Reverte ha asegurado que «la mujer
es el único héroe que puede dar sorpresas en el siglo xxi. Sobre los hombres se ha escrito todo ya desde Homero, pero la mujer se enfrenta ahora a desafíos nuevos y sobre ella no se ha escrito
lo suficiente». Como la Teresa Mendoza de La Reina del Sur , Mecha es también de esa estirpe de mujeres que rehúyen el tópico, que no lo aceptan porque supone una ofensa no sólo a su
dignidad sino también a su inteligencia empapada de belleza. «Si dices que fui el gran amor de tu vida, me levanto y me voy», dirá Mecha Inzunza a Max Costa sin demasiados miramientos en
un momento clave de la aventura.
En un mundo en el que los personajes de Arturo Pérez-Reverte son vistos como antihéroes, a contracorriente de las épocas que les han tocado en suerte, el escritor sublima su particular
modo de ver y estar en el mundo hasta alzarlo hacia una suerte de ética del héroe al que no le queda otro remedio que batirse «contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la
ignorancia […]. Que es como decir contra España, y contra todo», afirmará el amigo Quevedo en El capitán Alatriste (1996). Tal vez por eso, porque los designios de la sangre no pueden contra
venirse, Max sentenciará en la novela: «Creo que en el mundo de hoy la única libertad posible es la indiferencia. Por eso seguiré viviendo con mi sable y mi caballo». Un sable y un caballo, los
elementos indispensables —no tan metafóricos como parecerían en primera instancia para transitar por el mundo, en un guiño explícito del propio Pérez-Reverte al personaje con el que inició su carrera literaria. El epígrafe de Joseph Conrad que abre El tango de la Guardia Vieja habla sin querer, como suelen hacer los clásicos, de esta pareja inigualable: «Y sin embargo, una mujer
como usted y un hombre como yo no coinciden a menudo sobre la tierra».