El negro futuro que nos espera a los hijos únicos (y, muy pronto, al resto de españoles)

Hace unos años éramos una excepción. Ahora somos casi la norma. Las cuentas no salen: somos demasiado pocos. ¿Quién cuidará a nuestros padres? ¿Quién cuidará de nosotros?

Cuando era pequeño, los adultos solían hacerme una pregunta que les sonará a todos aquellos que no tienen hermanos. ¿No te sientes solo? ¿No te aburres? ¿No te gustaría tener un hermanito? Aunque la pregunta iba dirigida a mí, sé que en realidad los destinatarios eran mis padres, a los que se les reprochaba haber tenido únicamente un hijo. Eso que, según los prejuicios de la tonta sabiduría popular, daba lugar a seres egoístas, mimados y caprichosos. Yo siempre respondía que no. Y me preguntaba por qué nadie le preguntaba a mis amigos con hermanos si no habrían deseado que estos no hubiesen nacido. Al fin y al cabo, ellos tenían más problemas (discusiones, envidias, rencillas) que yo.

Imagino que 30 años más tarde, la situación será muy diferente. No tanto por la desaparición del tópico como por el hecho de que nos estemos convirtiendo en un país de hijos únicos y la excepción es norma. La natalidad de los españoles se encuentra en alrededor de un 1,24 hijos por mujer, así que hagan cuentas. Es uno más de los signos de que hemos pasado de ser una sociedad de familias extensas, ligadas a un modelo rural, a otras mucho más limitadas, urbanas y aisladas. También un síntoma de que (elija su propia aventura): a) los españoles queremos que nuestros hijos crezcan con más recursos materiales; b) los españoles no tenemos un duro para mantener a más de un hijo.

Un hijo único ha de cuidar de dos padres; dos hijos únicos, cuatro. Un hijo único hijo de dos hijos únicos habrá de encargarse de cuatro abuelos

Lo que los quisquillosos ancianos que se hacían cruces ante los hijos únicos no solían tener demasiado en cuenta –quizá porque a ellos ya no les tocaba– es que la sencilla aritmética nos daba un resultado negativo a los hijos únicos. Ellos se centraban en cuestiones de carácter cuando el verdadero problema es, como siempre, material, y relacionado íntimamente con el bien más preciado, el tiempo. Un hijo único ha de cuidar de dos progenitores; dos hijos únicos (como nos ocurre a mi pareja y a mí) han de hacer lo propio con cuatro. Un hijo único hijo de dos hijos únicos (como también es mi caso), potencialmente, habrá de encargarse de cuatro abuelos. Resultado: la pirámide poblacional nos ha aplastado con todo su peso. Habrá quien recuerde que, siguiendo la misma lógica, herederaremos más. Pero las horas del día siguen siendo 24.

La situación ha sido mala para todos, pero nuestras particulares circunstancias nos han impedido quitarnos de encima una ansiedad que nos ha hecho conservadores y conformistas

Como suele ocurrir, estas cuestiones quedan al margen de las estadísticas porque son difíciles de contabilizar, y tampoco interesa demasiado hacerlo. Pero lo que en un pasado pudo ser un problema aislado de esos excepcionales hijos únicos, pronto será un problema estructural y, a medida que el modelo abunde, una auténtica crisis a todos los niveles. Esta semana se publicaba un estudio de la OCDE que alertaba que “las generaciones más jóvenes se enfrentarán a mayores riesgos de desigualdad en la vejez que los jubilados actuales, y para las generaciones nacidas a partir de los años sesenta, su experiencia de vejez cambiará drásticamente”. A peor.

Vienen curvas

Un cuento tradicional japonés narra cómo en un pasado remoto, los habitantes de una aldea abandonaban a sus ancianos a su suerte en el bosque, para morir solos. Cuando era turno de hacer lo propio con su padre, un joven recapacitó y, tras despedirse de él, decidió que no podía hacerle eso. Constanza Tobio de la Universidad Carlos III de Madrid utiliza dicha historia en una investigación sobre las redes familiares españolas para ilustrar el momento de cambio en el que una sociedad goza de un excedente tal como para permitirse mantener a sus mayores, que ya no pueden hacerlo por sí mismos. A nuestros oídos modernos suena fatal eso de abandonar a los ancianos, pero en ‘El mundo hasta ayer‘, el antropólogo Jared Diamond recuerda que era algo asumido por muchas sociedades tradicionales en cuanto que era materialmente imposible para una sociedad nómada o en crisis soportar dicha carga.

Trabajar más para ganar más dinero para poder costear el pago de aquello que podríamos hacer nosotros mismos si trabajásemos menos

Se acerca, por el horizonte, una tormenta perfecta. Por un lado, un nuevo nomadismo en el que la precariedad, la jornada laboral o la inestabilidad aumentarán con los cambios que se avecinan en el mercado laboral. Por otra, una inversión en esa pirámide que envejecerá significativamente a la población, haciendo que la proporción entre los que necesitan cuidados y los que cuidan sea cada vez menor. Es como el agotamiento de la hucha de las pensiones, pero con tiempo en lugar de dinero. Cada vez hay menos personas y con menos tiempo libre que puedan encargarse de asumir ese trabajo no pagado, no visible y que, hace no tanto tiempo, recaía en familias extensas (pero también en amigos, conocidos o vecinos) que establecían microsociedades de cuidados mutuos. Algo que ahora le viene a todo el mundo un poco mal, “por el curro, ya sabes”.

Si tuviese que meter mi dinero a una industria emergente, me olvidaría de oasis tecnológicos y lo haría en la de los cuidados que, por simple estructura poblacional, experimentará un previsible ‘boom’. Es la privatización de lo que antes hacíamos, mejor o peor, con nuestros medios. Como nosotros no tenemos tiempo de cuidar a nuestros mayores, tendremos que subcontratar ese “marrón” a otros que sí estén dispuestos a hacerlo. Algo que, por cierto, suelen ser –una vez más– mujeres. De clase baja, probablemente inmigrantes. Trabajar más para ganar más dinero para poder costear el pago de aquello que podríamos hacer nosotros mismos si trabajásemos menos (si es que tal cosa es posible).

En las fotografías de 'stock' todo el mundo es feliz, pero la realidad es muy diferente. (iStock)
En las fotografías de ‘stock’ todo el mundo es feliz, pero la realidad es muy diferente. (iStock)

Los futuristas (como se le llama ahora a estos gurús emergentes) suelen señalar que en realidad nuestros mayores vivirán más, pero que lo harán en mejores condiciones, por lo que podrán jubilarse mucho más tarde. Diamond recordaba que los ancianos eran mantenidos en la medida en que aún resultaban útiles, por ejemplo, enseñando a los jóvenes o cuidando de ellos; una buena salida, se entiende, para nuestros padres, sobre todo ahora que tienen que dedicar gran parte de su vejez a cuidar de nuestros retoños. Me huelo algo diferente, y prefiero hacerle caso a la sanidad privada, que de dinero sabe bastante: el envejecimiento de la población y, lo que es peor, la cronificación de un gran número de enfermedades es un problema al que España ha de enfrentarse y que no sabe cómo hacerlo, ya que supondrá un aumento de los costes sanitarios. Y del tiempo de cuidados de nosotros, los hijos únicos.

El ‘millennial’ en el geriátrico

Lo tendremos bastante difícil para atender a nuestros padres, de acuerdo. Si tener que acudir a una eventual urgencia es complicado para mí, viviendo a apenas 20 kilómetros de ellos, no quiero ni hablar de mi pareja, que vive a unos 600 kilómetros de unos padres que, a su vez, tienen otra persona dependiente a su cargo. Es un gasto económico (no es barato viajar a menudo a otra comunidad), emocional (no es fácil saber que no eres un recurso al que puedan recurrir ante cualquier eventualidad) y temporal, si es que esto no es lo mismo que económico. Como le ocurrió recientemente, es relativamente fácil cogerse unos días en caso de operación quirúrgica, pero no lo es si algo se complica y la convalecencia se alarga…

Quizá puedan pagarse un retiro dorado en un geriátrico ‘top’ con otros de su generación con los que ver las reposiciones de ‘Stranger Things’

Ellos, al fin y al cabo, tendrán suerte. Al menos tuvieron un hijo. Nosotros tenemos mucha menos descendencia, si es que la tenemos. Miro a mi alrededor y veo unos cuantos amigos a los que como no les cuide su colección de discos, de películas, la Playstation, los muñequitos de ‘Star Wars’, la colección de cervezas artesanales o su brillante carrera profesional que les ha obligado a dejar de lado su vida personal, no sé muy bien qué harán. Quizá puedan pagarse un retiro dorado en un geriátrico ‘top’ con otros de su generación con los que ver las reposiciones de ‘Stranger Things‘ como actualmente se hace con las de ‘Verano azul’. O comprar el último modelo de asistente robótico de Apple. O pagarle unos céntimos a la hora al cuidador hijo de la ‘gig economy’ que reinvertirá sus ahorros en costear el descanso de sus propios padres.

No hay que preocuparse, nos hemos ido preparando durante años en nuestros pisos de 45 metros cuadrados y nuestras vidas de eternos adolescentes. Sospechábamos ya que este era un síntoma (hedonista pero triste) de que no podíamos aspirar a mucho más. Como recordaba Juan Carlos Llano en la presentación del informe ‘El estado de la pobreza’ hace apenas unos días, “tener hijos en España es arriesgarse a ser pobre”. Pero también ha sido tradicionalmente una inversión, no solo en la propia familia, sino también en toda la sociedad, que durante mucho tiempo ha sido capaz de establecer redes de cuidados que soportaban la carga de atenciones a los ancianos, esas que cada día que pasa tienen menos capacidad de aguante. No es solo que no sepamos quién va a cuidar de nuestros padres, sino que tampoco sabemos quién va cuidar de nosotros. O, directamente, si lo hará alguien.

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