Una educación basada en el cuidado del otro, no debería centrarse solo en las niñas, pues, si se extendiera a todos, lograríamos un mundo más humano

El pasado lunes, miles de mujeres, también hombres, poblaban las calles de Granada para reclamar respeto y dignidad para las mujeres. Desde el año 2003, han muerto, por violencia de género, 1028 mujeres, y, en lo que llevamos de año, han sido asesinadas 52, dejando 43 niños huérfanos. La celebración del Día Internacional contra la Violencia de Género ha tenido este año una significación especial: un partido machista y xenófobo, Vox, ha multiplicado sus escaños, y boicotea, en las diferentes ciudades, las declaraciones institucionales contra esta lacra social.

El problema es de enorme gravedad, a pesar del intento de banalización de algunos: además de las mujeres asesinadas, 30.000 tienen protección, 7.000 maltratadores cumplen condena, y el 12,5% de las mujeres han sufrido violencia física o sexual en algún momento de su vida. Frente a los que hablan de violencia intrafamiliar, el 95% de la violencia de género la practican hombres, y el 5% mujeres.

El problema no afecta solo a las mujeres de poca cultura, sino que es transversal. La media para que las mujeres denuncien el maltrato es de diez años. Y no lo hacen antes por su dependencia emocional y afectiva con el maltratador, porque les da vergüenza, porque tienen miedo al verdugo, porque no tienen otro medio de vida, o porque saben que en esta sociedad, muchas veces, se reprocha más a la víctima que al verdugo.

A pesar de que España es un país pionero en combatir esta plaga, dentro de la UE, son muchas las lagunas que el proceso protector tiene. Sabiendo que el problema no se soluciona, exclusivamente, con medidas penales, hay que seguir educando en la igualdad de sexos; lograr que los medios de comunicación respeten a la mujer; formar a jueces, fiscales y fuerzas del orden público; lograr más recursos; adaptar el código penal a la realidad, estableciendo claramente que toda relación sexual no consentida es violación; extender la violencia de género a toda mujer atacada por un hombre, aunque no sea su pareja, como establece el convenio de Estambul; mantener el consenso social y político existente, y aislar a los que atacan la Ley de violencia de género, pues esta actitud deja más sola e indefensa a la mujer.

Como decía Simone de Beauvoir, en ‘El segundo sexo’, de 1949, hay que romper la ardua división, aún perdurable en parte, entre el mundo de lo privado –cuidados, belleza, servidumbre sexual y afectos–, propio de la mujer; y el de lo público, dominio del hombre. (En España, donde hay una clara concienciación feminista, solo dos de cada diez varones, comparten las tareas domésticas con sus parejas, según el CIS de 2017). Por ello, la mujer siente miedos, inseguridades y dudas cuando entra en contradicción con lo que se espera de ella, pues, según Beauvoir: «No se nace mujer, se llega a serlo». Esto conduce a una separación entre sexo y género, y a una dicotomía entre el determinismo biológico, muy negativo para la mujer, ya desde Aristóteles –«La hembra es hembra en virtud de una determinada carencia de cualidades»–, y, por otra, la necesidad de construir lo femenino como un hecho cultural, como un atrevimiento audaz contra la tradición que le asignaba roles inferiores. Una educación basada en el cuidado y empatía con el otro, no debería centrarse solo en las niñas sino que lograría un mundo más humano, si se extendiera a todos, sin distinción.

Juan Santaella

JUAN SANTAELLAGranada

publicado en IDEAL DE GRANADA

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