«Sembrar alarmas para vender alarmas»
La necesidad de vender más y más es un característica inherente al sistema de producción capitalista. Unas compras y ventas, muchas veces desaforadas, que necesitan ir acompañadas de una oportuna vorágine consumista.
De que ello suceda, y de que se encadenen cada vez con más frecuencia, se encargan los muy estudiados periodos de rebajas, de ofertas y conmemoraciones varias, o fenómenos nacientes como el Black Friday. Pero, si hay un momento del año en el que es prácticamente imposible verse libre del mismo ese es el ciclo que ahora comienza. Para empezar, en la mayoría de las ciudades y pueblos, ya se han colocado y encendido las luces que iluminan su decorado.
Sin embargo, y pese a las palabras de este encabezamiento, no pensaba dedicar estas líneas al siempre exacerbado consumo navideño; ese en el que tanto prima el modelo económico más insolidario y despilfarrador, aunque, lógicamente, envuelto en los más tiernos y emocionados deseos de felicidad. Me centraré, más bien, en barajar algunas de las alarmas intencionadas que podemos ir encontrando en nuestro mundo globalizado actual.
Para empezar, me haré eco de un trabajo de investigación que hace unos meses ya revelaba la agresiva estrategia que viene utilizando una de las principales empresas de instalación de alarmas en España. En el mismo se nos da cuenta del sibilino montaje destinado a generalizar el miedo entre las familias. Así, sin distinción de casas desocupadas de los bancos y domicilios particulares, se reiteran costosas cuñas publicitarias que nos alientan del peligro de una vivienda vacía; circunstancia que se convierte en la base de su lucrativo negocio. E incluso se llega a desvelar cómo, en un curso formativo, uno de los gerentes apremiaba a sus subalternos: “¡O ponen la alarma o no duermen!”.
Nada diferente, –si exceptuamos, claro está, la creación de un clima de inseguridad permanente, de robos y de ocupación de viviendas del todo injustificables–, de las bruscas campañas de los operadores de telefonía; cuando tratábamos de echar la reconfortante siesta veraniega o en la voracidad infinita que muestran las eléctricas y los bancos durante cualquier época del año, que, en el momento del cambio de compañía, te ofrecerán la energía prácticamente gratis… Hasta que llegue el día de pagarla (o de apagarla, a secas). Los segundos con su consabida letra pequeña y sus infinitos cobros de comisiones (donde, la banca siempre gana) y la pérdida creciente de los servicios que prestan a sus clientes. Todo un modelo de consumo ininteligible e insensato dirigido, ya se sabe, a la máxima de que el poder quiere más poder y el dinero quiere más dinero.
Cartel fotografiado en una calle de Francia/ Alejandro Badillo
Por otra parte está la extendida tendencia alarmista –tantas veces asumida– de que todo lo que ocurre parece decisivo y trascendente en este mundo de la hiperinformación en el que vivimos. Un ritmo acelerado de noticias que nos invade (y dirigen), tras el cual todo se vuelve efímero y antiguo. Donde vemos cómo, sin solución de continuidad, una noticia sucede a otra. En unos tiempos de inmediatez y de artificiosidad donde se focaliza todo sobre algo; que poco después quedará totalmente relegado. Hasta volver a centrar el interés en otro asunto del que al cabo de pocos días ya no quedará ni rastro. Y así una y otra vez… ¡Ya está bien de tanta urgencia como parece reclamarnos la actualidad cotidiana! Revisemos nuestra capacidad de dominio y de reflexión sobre la misma, junto a la posibilidad de desconectar en algún momento…
Y es que ésta parece ser la lógica de las sociedades actuales: urgencias y eufemismos: llamar la atención sobre lo que debe interesar y suavizar decorosamente los significados de lo que puede que no lo sea tanto. Una lógica que forma parte de una estudiada y perversa ideología. Esa que impone un vivir acelerado y con prisas, que antepone los valores individuales frente al sentido social y comunitario. Un lugar en el que cada vez se hace más preciso defender lo público, la transparencia en la gestión y la racionalidad en las decisiones políticas. Un justo proceder como el que ha sabido recoger una ingeniosa campaña publicitaria nacida en Francia, que ha tenido gran seguimiento en las redes, bajo el eslogan de que: “Cuando todo sea privado, estaremos privados de todo. Viva el servicio público” (quand tout sera privé, on sera privé de tout. Vive le service public).
Y, qué decir del ambiente crispado e irrespirable que impide el más mínimo acuerdo y consenso político en España. Un frentismo y una polarización en la que, ciertamente, destaca la actitud tan poco edificante y sin pudor de algunos de nuestros representantes políticos; siempre listos para sembrar discordias. Aunque nosotros tampoco nos quedamos mucho a la zaga. Pues, no es ninguna novedad que sólo se consume la información que se quiere y no la que realmente se debiera. Se acabó, por tanto, el libre contraste de ideas y el esfuerzo por comprender las razones del adversario –para algunos, más bien, enemigo–. Inmersos, como estamos, en un empeño continuo y perverso destinado, no lo olvidemos, a conseguir que seamos menos críticos y parcialmente informados; y, por ende, dispuestos a seguir las consignas preestablecidas.
Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya
Unos tiempos como éstos en los que, además, vemos cómo predomina el posicionamiento fanático e irreflexivo. Sin más. Antes, uno se informaba para formarse una opinión, hoy, lejos de molestarse mínimamente, se afianza una idea (a saber cómo) y, a partir de ahí, se busca sólo lo que confirme la misma –generalmente a golpe de eslóganes y titulares dirigidos más a saciar la emoción que la razón–; pues, ya se sabe, que siempre es más fácil enfadarse que informarse.
Frente a todo ello, cabe no caer en el desánimo y tener mucho cuidado con la desafección política. Esa que nos puede hacer caer en brazos mucho más peligrosos aún –como ya le ocurre a más de un incauto–: quedar atrapados entre unas determinadas visiones de la realidad nada democráticas, ni igualitarias y más interesadas en la tiranía de la mentira y en el hacer creer sólo lo que se quiere creer. Lo haremos en la convicción de que a lo largo de la historia nada nos garantiza que el progreso sea siempre una línea continua y que, como se suele decir: “si luchas puedes perder, pero si no lo haces ya has perdido”.
Por último, ahí tenemos el recurrente caso de las redes sociales y su sentido dual. Por un lado nos sirven para conectarnos, sí, pero, por el otro, contribuyen a desunirnos. Y es que mucha gente las utiliza con el claro propósito de buscar la división y el enfrentamiento. Así, además de estar sobrecargadas de entradas y tuits ridículos y egocéntricos, y de información intrascendente, están plagadas de alarmismos varios y de bulos, de muchos bulos groseros y malintencionados. Ah, y de repetir la palabra “libertad”, para todo y muy alto; que, parece, funciona. Desde para tomarse unas cañas, hasta proclamarse terraplanista o antivacunas.
Todo lo ya apuntado vendría en la línea de esbozar la necesidad de cambiar este modelo económico tan injusto socialmente como ecológicamente insostenible y destructivo. Un esfuerzo por no rendirnos ante la tiranía de lo tecnológico frente a lo humano y, siempre centrados en el deseo de mejorar el mundo en el que vivimos. O al menos, tal como le leía días pasados a Antonio Muñoz Molina, “de no empeorarlo”. Va por todos ustedes y, si pueden en estos días, consuman de modo responsable y sin caer en las “falsas alarmas”.
Jesús Fernández Osorio
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica