5 octubre 2024

Que nadie se subleve por leer este enunciado; tampoco aplaudan. Y aunque crea que con usted no va esto, espere un poco, porque lo que pretendo es llamar la atención sobre algo que tiene que ver con nuestras leyes de Patrimonio Histórico, con lo que según la legislación vigente es la arqueología y en lo que realmente se ha convertido. Y además lo paga usted, ciudadano que vive y padece los pros y los contras del centro histórico.

Nuestro marco jurídico determina que la arqueología es una actividad científica que, en tanto en cuanto incide sobre bienes demaniales, cuya propiedad es pública, queda reglada en la norma general y desarrollada, en el caso autonómico, en sus respectivos reglamentos. Eso, en principio, es lo que debería ser. Lo cierto es que en Andalucía nos manejamos con un Reglamento de Actividades Arqueológicas que tiene más de 20 años, de 2003, referido a la ley de Patrimonio Histórico de Andalucía de 1991 que ya no está vigente, sin que nuestros legisladores hayan sido capaces de hacer un nuevo reglamento para la actual ley de 2007. Realmente no es por falta de capacidad, pero tengo la sensación de que es resultado de una realidad mucho más cruda: que esto no le interesa a nadie, empezando por la propia administración que remienda la vetusta ley con decretos de simplificación administrativa.

Lo digo porque la ley y el reglamento determinan claramente el carácter científico de la arqueología, algo que a priori es incuestionable si hablamos de forma genérica. Por eso mismo establece unas formas rígidas de tramitación y gestión de la incidencia sobre lo que los arqueólogos llamamos el ‘registro arqueológico’. Nuestro trabajo tiene dos partes claramente diferentes: la fase de campo, es decir, la excavación, el análisis paramental o la prospección arqueológica que permite la toma de datos; y el procesamiento y análisis de todo el caudal de información que haya sido capaz de rescatar el arqueólogo, para terminar publicando en foros científicos, donde pueda ser objeto de debate y avance del conocimiento. Si además de eso fuésemos capaces de hacer difusión y transferencia a la sociedad ya sería la repera.

Hasta aquí perfecto. De nuestro trabajo de campo se debe derivar un documento que el reglamento llama ‘memoria científica’, que las más de las veces dista muchísimo de ser algo que se parezca a eso mismo.

El problema de todo esto estriba en que, a pesar de ser una actividad científica que se desarrolla sobre bienes demaniales como queda dicho, lo paga usted, el ciudadano. Pero la propia ley determina que su obligación se limita a lo que llamamos ‘cota de afección’, es decir, hasta donde llegue usted en el subsuelo o desmontando restos emergentes de construcciones históricas. En una variante de la norma de ‘el que rompe, paga’. Y nos quedamos aquí. Terminada la fase da campo, nos contentamos con un documento que lleve por título ‘memoria científica’.

La toma de datos es el paso previo en el trabajo científico, pero cuando llega el momento de la verdad no existe financiación para aprovechar ese esfuerzo económico ya realizado, casi siempre por los particulares. Nadie paga la investigación. Por tanto, no se investiga. También es justo decir que no todas las intervenciones arqueológicas aportan datos como para hacerlo. En definitiva, que hay un número elevado de actividades arqueológicas que paradójicamente son estériles desde ese punto de vista.

La administración no ha asumido hasta ahora, ni se espera que lo haga de aquí en adelante, su papel para conseguir que la arqueología sea una ciencia de verdad. La degradación de la arqueología ha llegado hasta el punto de que solo se destinan algunas migajas a través de los Proyectos Generales de Investigación, casi siempre en manos de sectores académicos, bien tratados y mimados, o en las recientes ‘cátedras’ financiadas por las grandes empresas energéticas, dejando fuera a más del 90% de la arqueología que hacemos el resto.

En esencia esto no deja de ser un incumplimiento de la propia ley de patrimonio porque no se dan las garantías para poder investigar. Si a esto le sumamos que tenemos un problema de décadas para poder depositar todos los restos arqueológicos que aparecen en las excavaciones en el Museo Arqueológico, recayendo en nosotros el coste de su custodia, y que no existen vehículos de difusión patrocinados por parte de la Junta de Andalucía (desde hace muchos años ya no podemos considerar que el Anuario Arqueológico de Andalucía lo sea), la arqueología tal como la define nuestro marco legal, ha dejado de ser una ciencia o ya no es arqueología. Es otra cosa.

Realmente se ha convertido en un mero trabajo técnico, como el que puede hacer un instalador, un mecánico o un arquitecto técnico. En el mejor de los casos, en una colección de documentos administrativos que a veces resultan ridículos (como, por ejemplo, la obligación de presentar ‘memorias científicas’ de nada). A partir de ahí, no tiene sentido que la norma que rige las actividades arqueológicas, preventivas, puntuales o de urgencia, sigan tratando esta práctica como si fuera una investigación con células madre donde la presencialidad del arqueólogo es sagrada por encima de todas las cosas, imposibilitando un desarrollo profesional normal.

Así que no se trata de liberalizar la práctica de la arqueología con decretos de simplificación de los trámites si no de redefinir claramente qué queremos que sea. Esto no va de ideología porque la experiencia demuestra que hasta la fecha les ha interesado a todos los partidos políticos lo mismo.

Por eso creo que todo esto es de interés general, porque cuando hemos olvidado la razón de ser de la arqueología estamos perdiendo grandes oportunidades para nuestro Patrimonio Histórico, dando la razón a los que dicen que no es más que una especie de ‘impuesto cultural’ sobre los promotores para que unos pocos nos ganemos la vida. La arqueología comenzó siendo un pasatiempo de aristócratas, burgueses y anticuarios, y va camino de convertirse ahora en un curioso hobby para voluntarios e ilustrados académicos que se contentan con unas suculentas subvenciones.

Ángel Rodríguez Aguilera

Ángel Rodríguez Aguilera (1971), es arqueólogo, licenciado en Historia Medieval por la Universidad de Granada. Sus líneas principales de investigación son la Arqueología tardorromana y Medieval en la ciudad de Granada, la arquitectura medieval y el urbanismo islámico. También ha dedicado parte de sus trabajos a investigar sobre la cerámica morisca y moderna

A %d blogueros les gusta esto: