15 diciembre 2024

Cinco frases que hemos oído a nuestros padres y no deberíamos decir a nuestros hijos

A veces, la crianza que recibimos dejó una huella en nosotros que nos lleva a reproducirla automáticamente con nuestros hijos, con prácticas erróneas como la ‘adultización’

La experiencia de criar hijos tiene algo de tragedia griega, en el sentido de que parece llevarnos hacia un destino inexorable, escrito de antemano, del que en ningún caso podemos escapar: en un momento u otro, reconoceremos en nosotros a nuestros propios padres. Es más: en un momento u otro, reconoceremos en nosotros algún comportamiento de nuestros padres que, cuando éramos niños, nos parecía injusto, excesivo, desacertado o incluso cruel. Tiene su lógica, porque la escuela donde se aprende a ser padre o madre es la propia familia, con sus virtudes y sus defectos, sus fortalezas y sus grietas, sus riquezas y sus carencias. Cada hogar presenta un equilibrio diferente de rasgos positivos y negativos (y es terrible cuando estos últimos definen el ambiente), pero siempre suele haber algo de cal y algo de arena, y con esa variable combinación de materiales acabaremos cargando toda la vida.

La divulgadora italiana Maria Beatrice Alonzi reflexiona sobre estos «lastres intergeneracionales» en su libro ‘Tú no eres tus padres’, recién publicado en España por Kitsune Books, y hace hincapié en un comportamiento que deja huella en la personalidad del niño –y, por lo tanto, en la del joven, en la del adulto, en la del futuro padre o madre–: se trata de la ‘adultización’, es decir, la práctica de exigir a un crío que asuma responsabilidades y conductas propias de personas de más edad, pese a que su desarrollo emocional no ha llegado a ese punto. «Hasta los 24-25 años, aproximadamente, los seres humanos no tienen un control definitivo y exhaustivo sobre su autorregulación emocional. Sin embargo, se espera que los niños comprendan tanto lo que sienten como lo que ocurre a su alrededor, y que se comporten en consecuencia, con calma y serenidad», reprocha la experta, que articula esta mala costumbre en torno a unas cuantas frases.

«Tú escucha, calla y obedece»

Es un buen ejemplo de esa cadena de padres que primero fueron hijos de padres que primero fueron hijos… Según expone Alonzi, el niño que dice «no quiero» o simula no haber oído o directamente desobedece funciona para sus padres como una máquina del tiempo que los transporta de manera automática a su propia infancia, más concretamente a los momentos en que se sintieron impotentes ante sus propios padres. «Y todo ese dolor y ese resentimiento irresueltos vuelven a emerger como el chorro de un géiser. Solo que, al no tener delante a quien lo hizo sentirse así, dirige el chorro hacia ti con toda su violencia, o hacia el primer hijo que se le ponga al alcance. Con los añicos de dolores pasados se han construido relaciones enteras», expone.

«Si lloras, te voy a dar una buena razón para hacerlo»

El llanto de un hijo es otro de esos desencadenantes que pueden convertirnos de alguna manera en nuestros propios padres. «Si durante la infancia no se te permitió expresar emociones relacionadas con el ámbito del dolor, la rabia, el malestar en la familia, cada vez que veas y sientas una emoción por parte de un niño te será muy desagradable e incluso te resultará ‘insoportable’ de oír», resume la autora.

«¿Tienes idea de todo lo que hago por ti?»

Equivale a un extraño ajuste de cuentas en el que los padres repasan todos esos sacrificios que hacen por sus hijos (tiempo, dinero, vida) como si hubiesen firmado algún contrato previo que obliga a los menores a ofrecer contrapartidas. «Los niños no piden venir al mundo, por lo que los progenitores no deben pensar que son acreedores suyos –apunta Alonzi–. El respeto no pasa por el sentimiento de culpa, no pasa por el dolor, no pasa por la acusación». De hecho, esa frase no busca el respeto sino más bien el reconocimiento, la interiorización de una especie de «deuda de nacimiento».

«¡Yo lo mato!»

Los niños aún no saben que la violencia no es una respuesta aceptable y son sus progenitores quienes les sirven de brújula. «Comprender que debemos tener ciertos modales, y respeto por lo que tenemos a nuestro alrededor, es un mecanismo evolucionado que se relaciona con la parte del cerebro que aún se está desarrollando», argumenta Alonzi.

«¿Por qué no serás como tu hermano?»

Supone una transgresión particularmente cruel de lo que podríamos llamar el mandamiento fundamental de la paternidad: el amor por un hijo no debe ser condicional y, muy importante, el niño nunca debe pensar que en el fondo sí lo es. Las competiciones de méritos y fracasos entre hermanos no ayudan precisamente a apuntalar esa idea. «No se puede justificar el gesto de inculcar en un hijo el miedo a no ser amado», concluye Alonzi.

Carlos Benito

FOTO: Adobe Stock

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