Descubre la imprenta de donde salió ‘El Quijote’
El lugar que dio a luz al Quijote —entre otros muchos títulos de los Siglos de Oro— ha pasado por muchas fases y manos hasta llegar a lo que es en la actualidad la sede de la Sociedad Cervantina.
Antes de albergar el proyecto de unos cuantos cervantistas empedernidos empeñados en que la figura de Cervantes viva, el edificio del número 87 de la madrileña calle Atocha fue un hospital, y antes incluso fue la imprenta de Pedro Madrigal padre, de Pedro de Madrigal hijo, de su viuda María de Quiñones y de Juan de la Cuesta, el cual se casó con esta última y finalmente dio nombre a la imprenta, y que además fue el más recordado. ¿Por qué? Pues, por ejemplo, por aparecer en la portada de la primera edición de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, (sólo) por encontrarse en el momento justo en el lugar adecuado.
El Huffington Post ha realizado una visita a la imprenta con José Francisco Castro, guía de la Sociedad Cervantina, que desveló las claves y curiosidades sobre el proceso de publicación de la obra más destacada de la literatura española. A continuación puedes descubrir más sobre la primera impresión del Quijote:
En la portada del Quijote se citan cuatro nombres, y uno es el de Juan de la Cuesta
En primer lugar aparece el de Miguel de Cervantes, el autor; en segundo lugar, el del duque de Béjar, a quien Cervantes dedica el libro con el objetivo de ganarse su favor; después, el nombre del impresor, Juan de la Cuesta; y, por último, Francisco de Robles, «librero del Rey nuestro Señor», que en aquella época hacía las veces de editor.
Algo presagiaba que ese libro sería especial
Lo habitual en España a principios del siglo XVII era que de cada obra se lanzaran entre 600 y 800 ejemplares. En cambio, en la primera tirada del Quijote, del 16 de enero de 1605, se publicaron más de 1.500 ejemplares, y tal fue el boom que ese mismo año se llegó hasta la sexta edición. Dos fueron publicadas en la imprenta de Juan de la Cuesta, dos en Valencia y otras dos en Lisboa, algo «excepcional» para la época.
Cabe destacar que entonces sólo sabía leer entre un 10 y un 15% de la población (que además era mucho menor que en la actualidad) y que Cervantes no era conocido, ya que sólo había publicado la Galatea y de eso habían pasado veinte años.
El éxito traspasó fronteras
Diez años después de publicarse en España, el Quijote ya se conocía en toda Europa. En 1607 se publicó en Bruselas y en 1610 en Italia en ediciones en castellano, pero hubo que esperar hasta 1612 para ver la gran obra cervantina traducida a otra lengua, concretamente, a la de Shakespeare. Dos años más tarde, la novela también se tradujo al francés, explica José Francisco Castro.
Aunque Cervantes no se hizo rico precisamente
Los derechos de autor no existían por aquel entonces. El único pago que recibió Miguel de Cervantes fue de 6.000 maravedís y 25 copias de la obra. Quien sí se hizo rico fue Francisco de Robles, el librero, que poseía el privilegio de su publicación para un período de diez años sobre los territorios de Castilla, Aragón y Portugal.
Pero antes de publicarse, el Quijote tuvo que pasar por…
La censura
Todos los libros necesitaban una aprobación oficial y, para ello, los escribanos de Cámara del Consejo Real de Castilla tenían que certificar que ninguna de sus páginas incurriera en delitos contra el rey, la Iglesia y las buenas costumbres de la época.
Las imprentas eran lugares «extremadamente controlados», cuenta Castro, ya que era ahí —»y en los bares», ambos tan abundantes en el madrileño Barrio de las Letras— donde «se cocían las revoluciones».
El (manual) proceso de impresión
El corrector
Una vez el escritor entregaba el manuscrito (normalmente, «lleno de tachones» y casi ilegible), el corrector de la imprenta se encargaba de hacer «una copia en limpio de todo el libro».
La leyenda cuenta que Cervantes era tan bueno que no necesitó que un corrector transcribiera su texto, pero no se conserva ningún manuscrito original, ni firmado por el propio Cervantes ni por un supuesto corrector.
Por fin, se ponía en funcionamiento la imprenta:
El cajista
Era la persona encargada de juntar y ordenar las letras —grabadas en pequeñas fichas metálicas llamadas «tipos móviles» (en la imagen)— para componer el texto que se debía imprimir.
Los batidores
Ellos fabricaban la tinta con una mezcla de aceite linaza y negro de humo (hollín de las chimeneas) que daba lugar a una pasta espesa similar al barniz o al betún.
El papel, por el contrario, se compraba a los monjes del Monasterio de El Paular (Rascafría, Madrid), que lo hacían con tela de trapos de lino en molinos papeleros, ya que la celulosa no se descubrió hasta 1838.
Los tiradores o prensistas
Básicamente, se encargaban de tirar de la barra de la prensa y de que que toda la maquinaria funcionara correctamente.
Y pese a lo tedioso del proceso, siempre se colaban erratas
Para un libro de tal calibre, lo normal es que el proceso de impresión durara unos cuatro meses, pero en el caso del Quijote se aceleró y se terminó en la mitad de tiempo. De ahí la «cantidad de erratas», argumenta Castro. Incluso está mal escrita la última palabra del texto, que pertenece a una cita en latín, y en vez de plettro se puede leer «plectio».
A veces el cajista modificaba erratas que se le podían haber pasado al corrector, pero otras veces añadía más al lote, explica Castro. En la segunda edición, por ejemplo, se corrigieron muchos fallos de formato, pero en la portada se cometió uno bastante grave: se comieron una ‘u’ en la palabra Burguillos (parte de la dedicatoria al duque de Béjar), que pasó a ser «Burgillos».
Por último, llegaba la venta… en fascículos
En 1600, los libros se consideraban objetos de lujo y no se vendían por volúmenes, sino por pliegos. El precio de cada pliego, que equivale a ocho páginas, lo estipulaba el Consejo Real, y en el caso del Quijote era de 3,5 maravedís.
Teniendo en cuenta que la novela cervantina estaba compuesta por 83 pliegos, su precio ascendía a 290,5 maravedís. Una vez reunida la obra, a los más ricos les gustaba encuadernarla (un proceso que se pagaba aparte) y embellecer las pastas con piel, tintes y hasta piedras preciosas. A los más pobres, por su parte, no les quedaba más remedio que vender sus viejos pliegos si querían seguir leyendo.