El humor ha sido siempre un elemento de crítica social a la vez que una válvula de escape para las tensiones del ser humano. Siempre presente en la literatura, ha fustigado los vicios de la sociedad y molestado a los arquetipos literarios que ha caricaturizado.

Siempre presente en los grupos de amigos, el chiste, de mayor o menor capacidad crítica, de mayor o menor sensibilidad, nos ha hecho llenar tediosas tardes y ha alegrado la reunión de amigos. Nadie ni nada escapaba a la mordacidad del chiste, que se ocupaba de razas (ahora sería xenofobia), de la homosexualidad (ahora sería homofobia), de enfermos mentales, amas de casa, nacionalidades, militares, curas, sexualidad… ocupaban mis tediosas tardes con la gente de mi pandilla en los tiempos del franquismo, elemento este que también aparecía constantemente, pero en voz baja.

        Pero eso era antes. Ahora el humor, la sátira, la burla se han convertido en un peligro. Basta que se centre en algún grupo o idea para que salga un purista, un guardián de esencias eternas y te increpe: “Eres un radical / machista / homófobo / racista / laicista…”, “Ese chiste hiere mis sentimientos religiosos / patrióticos / identitarios / nacionalistas, políticos…”.

        La ultrasensibilidad social, la doctrina de lo políticamente correcto y, sobre todo, el oportunismo político, persiguen el chiste, marcado ahora con miles de anatemas como si fuera una peligrosa enfermedad social. Y cada cual arrima el ascua del anatema a su sardina por si así obtiene algún rédito.

        Comprendo que el chiste, con su enorme carga ideológica, reproduce esquemas sociales muchas veces perniciosos, pero es que ya hemos llegado al punto de ser una sociedad, aparte de cada vez más miserable e injusta, marcada por una sobriedad casi fúnebre, por una seriedad funeral y por una falta de libertad que roza la de la peor de las dictaduras.

        Ya no cabe la expansión de la broma por si zaherimos a alguien, por si nos lanzan una acusación de incorrecto o sesgado o alentador de desigualdades o de haber matado a Prim. Y mientras tanto, la corrupción, la desvergüenza política, el escalofriante rosario de asesinatos machistas, el latrocinio rapaz de empresarios sin escrúpulos, la ínfima calidad del empleo, el éxodo de nuestros hijos a otros países en busca de mejor fortuna, los problemas de los sistemas educativo y sanitario, la desorientación de nuestros adolescentes, la institucionalización de esa perenne mentira eufemísticamente llamada postverdad, el dineral que nos cuesta la ineficacia de nuestros políticos, etc. parecen no importarle a nadie. Todo eso es secundario.

Intervención de Rita Maestre en la capilla de la Complutense

        El verdadero problema está ahora en que una activista de Podemos (Rita Maestre) muestre sus pechos en una capilla, o que unos titiriteros rocen la blasfemia en un teatro de Cristobillas, o que alguien de tanto fuste como Willy Toledo blasfeme, o que Dani Mateo se suene la nariz con la bandera nacional. ¡Todo esto es gravísimo! ¡Suenen las alarmas, porque ¿dónde vamos a llegar?! ¡Anatema y cárcel! Los problemas reales están ahí, pero eso es secundario.

        Nuestra sociedad se vuelve ultraconservadora a velocidades increíbles y la caverna se ha alimentado siempre de símbolos más que de valores (a no ser los de Bolsa, que esos sí que tienen entidad). Si alguna vez se han sentido débiles, estos son buenos tiempos para ellos, que han revalorizado cultos ya olvidados: a la bandera, a la Legión, a la gloria (¿?) militar, al patriotismo acrítico, a la religión y las procesiones, a los toros, etc. Como si España, más que ser una ciudadanía convulsa y sin expectativas, fuera un compendio de signos rancios.

Dani Mateo y su patriótico pañuelo (Imagen de El intermedio)

        Este país, cada vez más miserable, cada vez más escorado a la liturgia franquista, permite los desahucios, la subvención a esa Iglesia que nos inmatricula edificios patrimoniales, la falta de futuro… Un país donde los bufones siempre tuvieron prerrogativas por decir verdades incómodas se rinde ante esta ola conservadora que pide condenas, inexplicablemente más duras, para los bufones que para Urdangarín o los imputados de la Gurtel. No lo entiendo. Lo único que me queda claro es que nadie puede contar un chiste peligroso (es decir: de los que se han contado siempre) porque alguien se sentirá ofendido y con derecho a meterte ante un juez, aun más surrealista, que puede dar con tus huesos en el trullo, como en los peores tiempos de Franco. ¡Eso sí que es un chiste macabro!

Alberto Granados

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