Resulta hasta entendible: el poder crea adicción y, los herederos, normalmente vienen resultando bastante desagradecidos con esas ansias suyas de matar al maestro

Felipe González, el hombre que alborotó España con una primavera de ilusión masiva desde el centro izquierda moderado y que construyó desde su carisma de risa en los ojos y chaqueta de pana el glamour de una nueva burguesía del cuore, cuando la jet- set, hace años que acuñó la mejor definición de lo que implica ser expresidente: “son como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. Se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban en todas partes”. Esto, naturalmente, si exceptuamos a Zapatero, que de hombre brillante ha pasado a ser un problema diplomático en potencia, con esa pretensión inconcebible de darle carta de naturaleza a dictadores de repúblicas bananeras como Venezuela.

Por consiguiente, que diría Felipe, en España tenemos dos expresidentes ejercientes: Felipe y Aznar, tristemente desaparecidos Adolfo Suárez y el prudente Calvo Sotelo. A estas alturas de la telenovela que vivimos en la clase pública española últimamente, González, remozado ahora en estadista de los poderes económicos, lo mismo que Aznar (que es la otra cara de la misma moneda), resulta evidente que cumplen una función cuasi decorativa, pero también nos permiten recordar que tuvimos líderes que supieron convencer de que el centro, con sus miserias, siempre era más ventajoso que los extremismos. A ambos, a Felipe y Aznar -el Jose Mari previo a los encuentros con Bush y compañía, antes de poner los pies encima de la mesa y alentar teorías de la conspiración para justificar su fracaso ultimísimo-, les perdonamos casi todo porque ya los tenemos asumidos como productos del sistema, como funcionarios ideológicos de clase (que diría un antiguo profesor mío) que buscan hacer fortuna y no perder la cuota de poder, ahora que se les va dejando en el anaquel del abandono de las cosas que no resultan útiles en el día a día. Fuera de declaraciones extemporáneas de mucha difusión y corto recorrido para avisar de que siguen ahí, ambos han sabido reubicarse en un espacio intermedio entre el cielo y el infierno, en esa especie de limbo vip que es el IBEX’35 y que, seguramente minimizará su papel en los libros de Historia. Pero resulta hasta entendible: el poder crea adicción y, los herederos, normalmente vienen resultando bastante desagradecidos con esas ansias suyas de matar al maestro (aprovechando sus contrastados fallos de omisión o soberbia) para ganarse un lugar en el porvenir. Lo cual que andamos constantemente replanteándonos el concepto de utilidad, por qué se les paga, cuando nuestra ganancia está precisamente en que hagan lo menos posible aparte de perpetuar una época de democracia serena (lo he dicho: si eliminamos los dos últimos años de mandato de ambos) capaz de defenderse machadianamente de radicalismos que representan “una España implacable y redentora,/España que alborea/ con un hacha en la mano vengadora,/ España de la rabia y de la idea”. Ése es su inmenso servicio hoy a la ciudadanía: esforzarse por sembrar en este tiempo de perturbación el espíritu de concordia.

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